ORACIONES Y TIEMPOS LITÚRGICOS HISPANO-MOZÁRABES
Pascua. Comentario a las lecturas del Tiempo Pascual |
Pascua
Con el tercer domingo de Pascua comienza una segunda etapa en el tiempo Pascual que dura hasta la Ascensión. En el domingo VI se apodera un clima de despedida que culmina el jueves de Ascensión. La Octava es un tiempo mistagógico de especial importancia y en ella ya se ha empezado a reflexionar sobre la resurrección de Cristo como «objeto» de la fe cristiana. Ahora se trata de contemplar a Cristo como lleno del Espíritu Santo, que obra portentos porque es el Ungido de Dios. En este domingo encontramos un misterio de la vida de Cristo, la curación en sábado de un paralítico, que, sin embargo, debemos contemplar desde la experiencia pospascual. La profecía nos presenta las palabras a la iglesia de Filadelfia, que aparece como una comunidad que guarda los mandatos del Señor. A ella serán entregados los que persiguen a la Iglesia de Dios. Llama la atención la frase Al vencedor le pondr� de columna en el Santuario de mi Dios. Si la Iglesia es Cuerpo de Cristo, sus miembros, sus Iglesias locales, est�n llamados a formar parte de ese Cuerpo de forma definitiva: no saldr� fuera ya más. A los que forman parte del Santuario de Dios se les grabar� su nombre y el de la nueva Jerusalén. Los futuros miembros del Santuario son como Pedro y sus compañeros, que dan testimonio de la piedra angular que los jefes de Israel habían despreciado. El contenido del kerigma es Cristo Resucitado, que por sus propios medios surge de los infiernos. Por su nombre nos salvamos: Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos, nos dice el apóstol de hoy. El nombre de Jesús es ese nombre que ser� grabado en las columnas del Santuario definitivo. El milagro de Betesda nos muestra la misericordia de Dios, pero a veces incluso esa misericordia no alcanza a todos. El paralítico bien puede ejemplificar a aquel que no puede acercarse a Dios por su propia condición pecadora. Sin embargo, Dios tiende la mano en Jesucristo. La salvación alcanza a los que la buscan, incluso cuando menos se espera (un sábado). Aquí nuevamente vemos cómo la misión angélica -el ángel del Señor que bajaba a la piscina de Betesda- y la acción de Dios en Jesucristo no se encuentran enfrentadas. Ya no se trata de la «confusi�n� entre Dios y los ángeles que encontramos en algunos pasajes del Antiguo Testamento. También encontramos aquí la igualdad entre Cristo y el Padre: Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo, incluso un sábado. El día de descanso no se puede absolutizar, pues Dios nunca cesa de actuar en el mundo.
Los cantos de este domingo (psallendum y laudes) se alejan de la literalidad b�blica para aludir a la resurrección de Cristo. El milagro de caminar sobre las aguas debe ser contemplado por nosotros desde la resurrección de Cristo. Él, con su cuerpo lleno del Espíritu, va más allá de las leyes físicas porque es Señor del Universo. Esta capacidad suscita asombro pero no se logra dar el paso de la fe: Pedro al final se hunde en las aguas. En el fondo, los apóstoles se encontraban «ciegos» para poder ver con claridad a Jesús como recapitulador del cosmos. De ah� que el Apóstol de hoy nos presente la conversión-vocación de san Pablo. Camino a Damasco, Saulo queda ciego ante la aparición de Cristo resucitado. Como tema propio de este tiempo sale también a relucir la importancia del bautismo. Así Ananías va a Pablo de parte de Dios: me ha enviado para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo. Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobr� la vista. Se levant� y lo bautizaron. Conversión y bautismo aparecen nuevamente unidos. Pero la conversión al Dios verdadero implica también la obediencia a una llamada que Dios hace y que conlleva proclamar que Cristo ha resucitado. Si el domingo del año I se nos hablaba del Santuario de Dios, aquí no existe: Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero. Esto quiere decir que las palabras del año pasado en este domingo III se refieren a Dios mismo: formar parte del Santuario y no salir de Él significa unirse a Dios y no dejar de pertenecerle. Sin embargo, no todo es abstracto, pues se nos habla de una ciudad, la Nueva Jerusalén: me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Esta ciudad est� fundamentada sobre los apóstoles, y bien podemos identificarla con la Iglesia, ya que los que se salvan forman parte de ella.
En este domingo se nos invita a creer en el poder de Jesús y a glorificarle de forma renovada. La actitud propia que debemos asumir hoy es la del pueblo en los Hechos de los Apóstoles: el pueblo entero daba gloria a Dios por lo sucedido, ya que el hombre curado por el milagro tenía más de cuarenta años. La curación por la mano de Pedro y la curación de Jesús en el evangelio de Juan se exponen como ejemplos de lo que cantúbamos en el psallendum: cantad himnos a su gloria. Las mirabilia Dei son el fundamento de la alabanza. En el evangelio los signos se repiten en un mismo lugar: Fue Jesús otra vez a Can� de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Pero debemos glorificar a Dios por quien es, no por sólo por los beneficios que nos da. En el mismo lugar donde Jesús había hecho otro signo encontramos que todavía la fe era escasa: Como no veáis signos y prodigios, no creáis. En la profecía de hoy la perspectiva es distinta: los arpistas estaban cantando un cántico nuevo. Y nadie podía aprender el cántico fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil, los rescatados en la tierra. Los que tuvieron fe en Dios en la tierra son los que saben alabarle de forma correcta. Los demás no pueden «aprender» el cántico de alabanza. De este modo, la liturgia celeste sigue a la fe terrestre y a las obras que manifiestan esa fe. En la lectura del Apocalipsis nos sale al encuentro el Cordero, que est� de pie -signo de la resurrección-, cuyo nombre y el del Padre est�n grabados en la frente de los elegidos. Este puede ser hoy para nosotros otra alusión bautismal, como observ�bamos el domingo de la Octava (Año II). Falta la alusión al Espíritu Santo, pero ésta la podemos ver en los signos de Jesús, en la curación del hijo del funcionario. Allí se manifiesta la unción de Jesús y cómo Él estaba lleno del Espíritu.
El evangelio y el apóstol de este año explicitan las alusiones trinitarias del anterior. De hecho, la lectura del Apocalipsis del domingo del año I es más apropiada para hoy. Los signados en el nombre de Dios y del Cordero lo son porque según las palabras de Cristo quien me ha visto a mí, ha visto al Padre... yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En efecto, la salvación arcana realizada por el Padre no es distinta de la realizada por el Hijo. Esta cuestión fue defendida ampliamente por los Padres de la Iglesia contra aquellos que querían establecer diferencias entre el Padre y el Hijo. Las obras del Hijo devuelven el sentido a la creación. Si en la lectura profética del año I veíamos cómo sólo los elegidos podían entonar el cántico de alabanza definitivo, hoy vemos el por qué: Os doy un mandamiento nuevo: que os am�is unos a otros; igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros. Por el cumplimiento de este mandamiento han sido elegidos y habilitados para conocer y ejecutar el cántico nuevo. Es Cristo quien nos enseña el cántico celeste, pues Él es el camino, y la verdad, y la vida. Pero aprender el cántico es una tarea exigente. Los apóstoles se desaniman al saber que no serán fieles en la pasión. Por eso el Señor les dice: No perd�is la calma: creed en Dios y creed también en mí. La confesión de Jesucristo como Dios es la clave para comprender el cántico nuevo de los elegidos. ¿Cómo conocer el cántico definitivo para alabar a Dios si no sabemos que además de ser Uno es Trino? La eucología hispana es, en este punto, prolija. La dimensión pneumatológica la encontramos en el apóstol. Pedro y Juan van a Samar�a, donde oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. En la lectura apocal�ptica se nos presenta la acogida de la palabra de Dios, que al paladar ser� dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor. Sin duda la palabra es atrayente, pero también exige de nosotros unas actitudes concretas que en ocasiones no serán de nuestro agrado. Quizás lo más complicado sea la actitud misionera que exige esa palabra, que en la lectura profética se hace patente: Tienes que profetizar todavía contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes. La palabra interpela a las conciencias. De ah� que sea inc�moda, lo mismo que el que la proclama.
Si el domingo IV nos introduce al tema de la correcta alabanza (orto-doxa) al Dios Trino, en este se nos presenta la cuestión de la realeza de Dios. Aquí la continuidad entre primera lectura y psallendum es muy evidente. Las últimas palabras de la profecía apocal�ptica nos dan el título del jinete del caballo blanco, Rey de reyes y Señor de Señores, para luego en el psallendum reconocer el carácter divino de dicho jinete: Porque Dios es el rey de toda la tierra. Aunque conozcamos su �título», Él tiene un nombre que sólo Él conoce. A Él lo llaman Palabra de Dios. Se trata, por tanto, de Cristo, Palabra del Padre. La alabanza del Dios Trino del domingo anterior se reduce aquí en la alabanza a Cristo. Esto es importante para la espiritualidad hispana, pues ningún otro rito dirigir� tantas veces la oración a Cristo en vez de al Padre. La blancura de su caballo nos recuerda el alba de los neófitos, sobre todo en las tropas del cielo en caballos blancos, vestidos de lino blanco puro. Ellos, como buenos soldados de Cristo -como decían los Padres-, le siguen a donde quiera que vaya. En la lectura evangélica vemos el contenido de la misión de estos nuevos cristianos: como los apóstoles, ellos también proclamar el reinado de Dios y a curar a los enfermos. Sin duda, los llamados éministros sagrados» tienen una competencia propia respecto a esto, sobre todo en lo que se refiere a la curación de los enfermos en el sacramento de la unción. Pero también los bautizados, quizás desde una interpretación tropológica, deben «curar» las enfermedades espirituales que padecen los hombres y mujeres de su tiempo. La curación debe estar unida a la proclamación del reinado de Dios, pues si no fuera así se confundiría su misión con el mero altruismo. En la escena evangélica la hemorroísa busca su curación por medio de la fe. Del mismo modo, la curación espiritual que los bautizados llevan al mundo sólo puede ser efectiva si se la acoge en la fe. El reinado de Dios reside, precisamente, en esa curación -en el fondo, salvación- que debe llegar a todos los hombres. Por eso los reyes de este mundo no se sienten inicialmente identificados con esta misión. Así, la lectura de los Hechos de los Apóstoles, citando el salmo segundo, asegura: Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías. En la misma línea los apóstoles piden a Dios que realice curaciones, señales y prodigios cuando invoquen a tu santo siervo Jesús. La fe, necesaria, no es suficiente. Hace falta que se traduzca en una oración confiada al Padre, por medio de su santo siervo, Jesús. Así, la oración a Cristo se complemente con la más «tradicional» oración al Padre por el Hijo.
Además de la instrucción litúrgica pospascual a los neófitos, también la dimensión moral, el modo de vivir del cristiano, es presentado en toda su amplitud y dificultad. No es fácil ser cristiano de forma plena. Nuevamente, la condición bautismal es la fuente de la vida moral. En la lectura profética se nos recuerda cómo la Iglesia, esposa del Cordero, se ha embellecido, y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura, -el lino son las buenas acciones de los santos-. En el rito de la imposición de la vestidura blanca al bautizado aparece claramente la dimensión nupcial: Recibe este vestido blanco, vestidura nupcial, que debes llevar con corazón sin mancha, al presentarte al tribunal de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna. Nos encontramos, por tanto, ante un doble simbolismo. Por un lado, la blancura del alba -vestidura bautismal- nos habla de las buenas acciones que debe tener todo cristiano. Por el otro, de cómo, perteneciendo a la Iglesia, nosotros somos esa Esposa de Cristo. Aunque el psallendum de hoy hable de la resurrección, quizás el salmo 44, que presenta a la novia embellecida, pueda expresar mejor esa vinculación entre el alba de los neófitos -vestidura nupcial- y la belleza de las buenas obras. Las buenas obras son las que nos pide Jesús en el evangelio de este domingo, cuando nos exige que demos fruto. ¿Cómo? Por medio de la observancia de la nueva Ley en Cristo: Este es mi mandamiento: Que os am�is unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. De esta forma, el centro de la doctrina moral del cristianismo, el amor, se presenta tanto a los nuevos bautizados como a cada uno de nosotros. Pero no se trata de afectos o buenos sentimientos que, a la larga, desaparecen o no encuentran la forma de encarnarse en la realidad. Un ejemplo -quizás uno élímite�- de la radicalidad en la vivencia de este mandamiento es el episodio de los Hechos de los Apóstoles. En la id�lica comunidad cristiana, hay comunión no sólo en las cosas santas «sacramentos» sino también en los bienes de la comunidad: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, porque como diría santo Tom�s de Aquino, lo que había no era una posesión absoluta, sino un dominium utile. El caso de Ananías y su mujer Safira, representado elocuentemente en un altar lateral de la basílica de San Pedro en Roma, nos muestra que amar a medias nos puede conducir a la perdición. Esto es así porque se vive una mentira. Si hay aspectos de tu vida en los que no entra la comunión y el servicio a los hermanos, entonces vives una doble vida.
Si la lectura de los Hechos del año II del domingo pasado -en donde se nos narra el triste final de Ananías y su mujer Safira- nos puede parecer difícil de asumir, en el evangelio de Marcos de este domingo se nos da la clave de comprensión: el mandamiento del amor conlleva, antes que nada, el dejarlo todo para seguir a Cristo. Es el caso de la vocación de Mateo. Pero también en esta llamada se nos muestra que la radicalidad en el seguimiento de Cristo no es un camino ascético o meramente estoico. Al contrario, la llamada surge de la misericordia divina. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Es la obstinación en el pecado, después de haber sido llamados, lo que nos conduce a la perdición definitiva. La lectura profética del libro del Apocalipsis nos revela también que el que ha sido llamado por Dios tiene una señal que lo distingue: llevarán su nombre en la frente. Aunque en esta vida no se distingue, en la otra ser� patente. ¿Cuál es ese nombre? La que resume la entrega de Jesús, que se realiza en la crismación del bautizado: La señal de vida eterna que entregó Dios Padre todopoderoso por Jesucristo, su Hijo, a los que creen en la salvación. Estas palabras que encontramos en la Vigilia pascual hispana, nos indican que el que se siente llamado por Dios ha tenido antes fe en Él. Y en el centro de esa fe est� la confesión en la resurrección del Señor: La diestra de Dios lo exalt�, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados, nos dicen Pedro y los demás apóstoles. Aunque la perdición es posible, el mensaje cristiano se fundamenta en la misericordia de Dios que nos llama a su Reino, además de su incesante solicitud por su Iglesia, que se traduce en el perdón de los pecados: el sacramento de la reconciliación. Sintiéndose redimida, la comunidad cristiana no duda en proclamar el evangelio de la salvación al mundo: Id al templo y explicadle allá al pueblo íntegramente este modo de vida. El mandato del ángel al colegio apostólico da fruto: habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza. Con esta proclamación del kerigma se sientan las bases del Reino de los Cielos en plenitud. De hecho, no es difícil ver la alusión a los doce apóstoles en la primera lectura, cuando se habla del río de agua viva: a ambos lados del río, crecía un árbol de la vida; da doce cosechas, una cada mes del año, y las hojas del árbol sirven de medicina a las naciones. Los apóstoles son los primeros portadores del perdón de los pecados y de esa �medicina de inmortalidad� que san Ignacio de Antioquía refería a la comunión eucarística. Desde ellos, pasando por sus sucesores los obispos hasta los demás dispensadores de los misterios de Dios, el mundo alcanza la salvación.
Cristo, después de su resurrección, ha sido exaltado y colocado a la derecha de Dios. «Nos ha dejado solos? No, porque su intercesión constante por la Iglesia es signo de su ininterrumpida presencia a nuestro lado. Dentro de la experiencia que los catecúmenos tienen en este tiempo pascual, podemos resaltar la confianza en la oración. En el evangelio de hoy esa confianza brota de los labios de Jesús, que nos asegura que si algo pedimos al Padre en su nombre, Él nos lo dar�. Aquí se presenta de forma solemne la mediación cristológica de la oración, revelada en ese momento por Cristo: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Esta mediación, puesta de manifiesto en todas las liturgias (per Christum Dominum nostrum), testifica la fe de la Iglesia en la exaltación de Jesucristo a la diestra del Padre: del Padre salió y al Padre vuelve. Pero esta vuelta al Padre no significa que volviera a ser el mismo sin más, porque nos olvidaríamos del misterio de la resurrección: �su tránsito a una forma de existencia que ha dejado la muerte tras de sí de una vez para siempre (Rm 6,10), y por consiguiente ha traspasado de una vez para siempre los límites de este e�n para pasar a Dios» 3. Y esto es así porque Él ha vencido al mundo y porque desde su glorificación es, como dice el canto Laudes, el sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. Esta nueva condición de Cristo como aquel que tiene dominio sobre la muerte y tiene las llaves de la muerte y del Hades (cf. Ap 1,17s), hace que no podamos confundirlo con Pedro, que «revive» a una niña. Los apóstoles continían mostrando la cercanía del Reino con las curaciones y exorcismos. Sin embargo, aunque puedan realizar estos signos e incluso revivir a muertos, no lo pueden hacer por sí mismos, sino por el poder de la oración cristológica: Pedro mando salir fuera a todos. Se arrodill�, se puso a rezar y dirigiéndose a la muerta dijo: Tabita, levántate. Y un poco antes: Pedro le dijo: Eneas, Jesucristo te da la salud: levántate y haz la cama. Se levant� inmediatamente. La lectura del apocalipsis de hoy contrasta con el psallendum: El Señor bendice a su pueblo con la paz. El Drag�n es el príncipe de la violencia. Pero ya desde las bienaventuranzas sabemos que los hijos de Dios son los pacíficos. En este ambiente de paz se comprende mejor la oración eclesial: el incienso de la liturgia cristiana tiene en la profecía de hoy su fundamento: Y por manos del ángel subió a la presencia de Dios el humo de los perfumes, junto con las oraciones de los santos. De esta manera, en la oración descubrimos la comunión de los santos, la vinculación indisoluble entre la Iglesia celeste -bajo la imagen de la Jerusalén celeste- y la Iglesia peregrinante. Notas:
1 He 5,12-33.
N. de La Ermita. |