TEXTOS LITÚRGICOS
RITO HISPANO-MOZÁRABE
Pasionario |
PASIONARIO HISPÁNICO (*) ACISCLO Y VICTORIA Pasión de los santos
bienaventurados mártires Acisclo y Victoria, que sufrieron martirio en
la ciudad de Córdoba bajo el gobierno de Dión el día diecisiete de
Noviembre
1. 2. En aquellos tiempos al llegar a la ciudad de Córdoba el gobernador Dión, cruel perseguidor de los cristianos, desat� en ella la persecución contra los cristianos para que hicieran sacrificios a los dioses, pues por todo el mundo estaba en pleno ardor la furia de los paganos de manera que, si alguien despreciaba el culto de los ídolos, era sometido a diversos tipos de tormentos. Vivían a la sazón en la mencionada ciudad Acisclo y Victoria 2, que temían y rendían culto a Dios, muy cristianos y santos, que desde su más tierna infancia permanecían fieles en la alabanza de Dios. Al tener noticia de su forma de vida piadosa un funcionario de justicia, llamado Urbano, se dirigió al muy impío gobernador diciéndole: «He hallado a algunos que desprecian tus órdenes y manifiestan que nuestros dioses son piedras y que no conceden nada a los que los adoran». Al oír esto el gobernador ordenó que los siervos de Dios fuesen conducidos a su presencia. 3. Llevados ante Él les increpa el gobernador: «Sois vosotros quienes despreci�is el culto de nuestros dioses y engañáis a todo el pueblo, para que se aparten de sus sacrificios?». Le responde San Acisclo: «Nosotros servimos a nuestro Señor Jesucristo, no a demonios o a inmundas piedras». El gobernador Dión 3 replicó: «¿Sabes qué castigo hemos ordenado que sufran quienes no quieran hacer sacrificios?» 4. San Acisclo respondió: �Y tú, gobernador, �has oído qué castigo tiene preparado el Señor Jesucristo para vosotros y para vuestros príncipes?». 4. Por su parte, al oírlo Dión comenzó a rugir con furia diabólica contra el mártir de Dios y mirando a Santa Victoria dijo: «Siento lástima de ti, Victoria, como de mi propia hija. Acércate, pues, a los dioses y adóralos, para que sean propicios con tus pecados y te libren del error que sufres. Pero, si no quieres, te har� padecer tormentos muy duros». Santa Victoria contestó: «Gobernador, me haces un gran favor, si haces cumplir en mí lo que has dicho». Entonces Dión se dirigió a San Acisclo: «Acisclo, piensa en la maravilla de tu edad, no vaya a ser que mueras». Le respondió San Acisclo: «En quien pienso es en Cristo, que me creó del barro de la tierra 5. En cambio, tú por tu ignorancia intentas empujar a los hombres a adorar imágenes hechas a mano, que no tienen en sí ni ojos ni sentido». 5. Dión lleno de ira ordenó arrojarlos a lo más hondo de los calabozos. Metidos allá, meditaban las palabras de Dios; y he aquí que se les aparecieron cuatro ángeles llevándoles el alimento de salvación. Al ver los santos mártires a los ángeles del Señor dijeron: «Señor Dios nuestro, que eres Rey Celestial y médico de las heridas ocultas, sabemos que no nos abandonarás, sino que te has acordado de nosotros y nos has enviado por medio de tus ángeles el alimento del cielo y nos hemos saciado con el manjar redentor� 6. 6. Mientras esto sucede, Dión mandí sacar de la cárcel a los siervos de Dios. Llevados a su presencia, les dijo Dión: «Hacedme caso y sacrificad a los dioses, a fin de que no sufr�is muy crueles suplicios». Le respondió San Acisclo: «¿A qué dioses nos mandas sacrificar, Di�n? �A Apolo y Neptuno, falsos e inmundos demonios?, y «a qué dioses nos obligas a adorar? �A J�piter, príncipe de los vicios, o a la imp�dica Venus o al adúltero Marte? «Lejos de nosotros adorar a unos dioses a quienes nos horroriza imitar! Yo, en cambio, confieso ante el pueblo presente, congregado por ti y proclamo los nombres de los santos, cuya comunión trato de alcanzar, para que todos los oigan. �A quién comparas tú, Dión, con el primero de todos los apóstoles, San Pedro, que es la columna de la iglesia? 7«A quien se debe escuchar, a Él o a Apolo, que es la perdición del mundo? Dime, Dión, �A quién comparas con los profetas y con los mártires? «Quizá al belicoso H�rcules, que vivi� como un criminal y cometió en la tierra innumerables horrores? Dime, Dión: «a quién prefieres venerar, a Jezabel 8 que dio muerte a inocentes, o a Santa María Virgen, que engendr� al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, permaneciendo virgen antes del parto y virgen siempre gloriosa después del parto? Averg��nzate, Dión, porque no es a Dios a quien adoras, sino a ídolos sordos y mudos». 7. Entonces ordenó el muy impío Dión que los santos mártires fuesen sometidos a torturas, que San Acisclo fuese azotado con látigos y que Santa Victoria fuese golpeada en las plantas de los pies. Cumplido esto, ordenó llevarlos de nuevo a la cárcel diciendo: «Que sean encerrados, hasta que piense con qué castigo voy a atormentarlos». Al día siguiente, sentado en el tribunal, mandí que hicieran venir de la cárcel a los siervos de Dios. Los soldados fueron y los trajeron. Los fieles, al ver que los siervos de Dios eran conducidos al pretorio atados, clamaban en voz alta diciendo: «Señor Dios, ay�dalos, porque en Ti han puesto su refugio� 9. Dión, sin embargo, ordenó que fuesen llevados ante el tribunal y contemplándolos con rostro amenazador mandí a los ministros, que le asistían, que encendieran el horno y que arrojasen allá a los siervos de Dios. 8. Una vez encendido el horno, son conducidos los santos mártires, elevando alegres sus ojos al cielo y esperando con confianza la misericordia de Dios. Al llegar al horno, se santiguaron con la señal de la cruz de Cristo y entraron en el fuego. Una vez que entraron allá, alababan y bendecían a Dios. Los ángeles del Señor, asistiéndolos en medio del fuego, glorificaban con ellos a Dios con alabanzas, de modo que casi todos los asistentes oyeron sus voces; pronto anunciaron al gobernador los que encendían el horno: «Gobernador, los hemos oído en el horno cantando salmos y diciendo: "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad"� 10. 9. Al oír esto el gobernador Dión dio orden de sacar rápidamente a los siervos de Dios del horno de fuego ardiente. Viendo el malvado Dión que no les había hecho daño el fuego y que no había tocado ninguna parte del cuerpo de ninguno de ellos, quedó totalmente extrañado, y cubriéndose de confusión su rostro, les habl� diciendo: «Desgraciados, �d�nde habéis aprendido tanto arte de brujería, para que el fuego no os haga daño? Dejad de una vez vuestro arte de magia y venid, adorad y haced sacrificios a los dioses, para que de nuevo os sean favorables. Y tú, Victoria, dime, �en quién tenéis confianza vosotros, que persist�s en soberbia tan grande?, y ¿qué dec�s en vuestra defensa?, y ¿qué esper�is?». Le contest� Santa Victoria: «¿No te hemos dicho, espíritu inmundo, asesino, gusano 11, que nuestro Padre, Señor y Salvador es Cristo, que nos da la victoria para vencer a aquellos, que no lo conocen y vuestras abominaciones, por las que habéis sido seducidos a adorar dioses falsos?». 10. Ordenó entonces el gobernador a sus servidores que ataran a sus cuellos piedras grandes y los echaran al río 12. Así hicieron; los echaron al río y fueron recogidos por los ángeles y caminaban sobre las aguas del río, alabando y bendiciendo a Dios; y mirando al cielo y orando dijeron: «Señor Jesucristo, rey de todos los siglos, que siempre asistes a quienes te invocan y no abandonas nunca a quienes te buscan, ay�danos ahora a nosotros tus siervos y, mostrando tus maravillas, rec�benos en esta hora y pon en estas aguas tu santa cruz y el vestido de la inmortalidad, porque Tú eres el que caminaste sobre las aguas del río y las bendijiste, para que, después de ser purificados por el bautismo de regeneración, merezcamos ser limpiados del pecado que hay en nosotros. Ilum�nanos, Señor, con tu santa luz y rev�stenos del esplendor de tu gloria para que te glorifiquemos por los siglos de los siglos». 11. Y mientras los santos hacían esto, aproximadamente a la medianoche, estando ellos en las aguas del río, les llegó una voz desde el cielo que decía: «El Señor ha oído vuestra súplica, siervos fieles, y os ha concedido lo que pedíais». Y mientras sucedía esto, inmediatamente apareció una nube brillante por encima de sus cabezas y vieron mostrarse de repente la gloria de Cristo y delante de Él a sus santos ángeles en medio de suave y oloroso incienso, entonando himnos; al verlos los santos mártires dijeron alegres: «Hijo de Dios vivo, Jesucristo, invisible, inmaculado, que has bajado hoy de las Alturas sobre estas aguas del río con la gloria de los ángeles y nos has revestido de la inmortalidad y la resurrección, te bendecimos, te alabamos, te damos gloria a Ti, que con el Padre y el Espíritu Santo con indivisible majestad posees el Reino, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén». 12. Después de la oración, saliendo del río, volvieron a la cárcel llevados por los santos ángeles. Y oyendo el gobernador que habían vuelto a la cárcel, ordenó que fuesen conducidos a su presencia. Y mandí que se trajeran ruedas y que ataran a cada uno en una rueda y que prendieran fuego debajo de las ruedas y que derramaran aceite por encima del fuego, para que los santos mártires fueran consumidos más rápidamente. Hecho esto, hicieron girar las ruedas y los cuerpos de los santos eran desgarrados. Volviendo su mirada hacia el cielo dijeron los santos: «Te bendecimos, Dios nuestro, que est�s en los cielos, y te damos gracias, Señor Jesucristo; no nos abandones en esta lucha; extiende tu mano y toca este fuego que levanta sus llamas contra nosotros y ap�galo para que el impío Dión no llegue a burlarse de nosotros». 13. Al tiempo que decían esto, salt� de repente el fuego y dio muerte a mil quinientos cuarenta idólatras. Pero los santos mártires reposaban sobre las ruedas como sobre lechos mullidos. Los ángeles les asistían. Al ver el malvado Dión tan grandes portentos ordenó que bajaran de las ruedas a los siervos de Dios. Una vez bajados, mandí que le fuesen presentados y les habl� así: «Basta ya, desgraciados, ya habéis hecho gala de todas vuestras artes m�gicas. Venid, al menos ahora, y acercándoos haced sacrificios a los dioses poderosos que os aguantan». A lo que San Acisclo respondió: «Insensato, hombre sin cabeza y sin temor de Dios, con tu ceguera no ves las maravillas de Dios 13, hechas por el Padre celestial con el Unigénito y su coetemo Hijo Nuestro Señor Jesucristo, que libera a todos sus siervos de vuestras manos pecadoras». 14. Entonces Dión, lleno de ira, apartando a San Acisclo, ordenó que le fuesen cortados los pechos a Santa Victoria. Realizado esto, Santa Victoria exclamó: «Dión, corazón de piedra, alejado de toda la virtud de Cristo, has ordenado que me cortasen los pechos. Mira y contempla cómo en lugar de sangre sale leche». Y mirando hacia el cielo Santa Victoria dijo: «Te doy gracias, Señor Jesucristo, rey de los siglos, que te has dignado concederme que todas las ataduras de mi cuerpo se rompan por tu nombre. S�, en efecto, que ya es la hora en que quieres que abandone este mundo y llegue a tu gloria». Y habiendo dicho esto, el malvado Dión mandí encerrarlos en la cárcel. Tras esto llegaron hasta ella todas las mujeres, al oír los suplicios que había soportado, trayendo muchos de sus bienes para consolarla y la hallaron sentada y meditando las palabras de Dios. Al punto postrándose a sus pies, los besaron y Santa Victoria hablaba con ellas sobre los misterios sagrados. Ellas, escuchóndola, admiraban su fortaleza, de manera que siete de las mujeres creyeron en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. 15. Llegada la mañana, ordena el malvado Dión que le sean traídos. Cuando le fueron presentados dijo a Santa Victoria: «Victoria, ha llegado tu hora; acércate y conviórtete a los dioses. Si no quieres, te quitar� la vida». Santa Victoria contestó: «Impío Dión, ya no tendrás descanso ni en este mundo ni en el otro». Ante esto Dión, no pudiendo soportar la ofensa, ordenó que le arrancaran la lengua. Pero Santa Victoria alzó sus manos al cielo y dijo: «Señor, Dios mío, creador de toda bondad que no has abandonado a tu sierva, mírame ahora desde tu santo trono y haz que muera en este lugar, porque ha llegado la hora de que descanse en Ti�. Y habiendo hecho esta oración, se oyó una voz desde el cielo que decía: «Venid vosotros, limpios y sin mancha, que habéis sufrido mucho; tenéis abierto el Paraíso y preparado el Reino de los Cielos. Pues todos glorifican y bendicen al Padre por vosotros, porque desde el comienzo habéis sufrido mucho por mí. Y todos los justos se regocijan al conocer vuestro martirio». Y de nuevo se oyó una voz que les decía: «Venid hacia mí, siervos míos, y recibir�is las coronas eternas y los premios de vuestro sacrificio» 14. 16. Dión, al oír esta voz desde los cielos, mandí que le arrancaran a Santa Victoria la lengua, porque, mientras sucedían estas cosas, todavía no se había cumplido lo que había ordenado hacer tiempo atrás. Y después que le fue arrancada la lengua, tomando el trozo cortado se lo ech� a la cara e hiriendo su ojo se lo dej� ciego y grit� con fuerte voz: «Desvergonzado Dión, que yaces en las tinieblas, deseaste comer una parte de mi cuerpo y arrancarme la lengua, que ha bendecido a Dios; merecidamente has perdido la vista y, llegando hasta tu rostro, la palabra del Señor ha cegado tus ojos». Dión, no soportando el insulto, ordenó que fuese asaeteada y, tras ser lanzadas dos flechas contra su cuerpo y otra a su costado, entregó su espíritu alabando a Dios. 17. De otra parte mandí que San Acisclo fuese degollado en el anfiteatro. Tras su degollación llegó una mujer muy cristiana llamada Miniciana, que desde su infancia amaba a Dios, y recogió con honor los cuerpos de los santos e hizo a San Acisclo un sepulcro en su casa y a Santa Victoria junto al puerto del río; y así enterr� los cuerpos de los Santos Acisclo y Victoria con el honor de la paz. Allí se realizan muchos milagros para gloria del nombre de Cristo 15. 18. Con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo. A Él el honor y la gloria, la virtud y el poder por los siglos de los siglos. Amén. *. Riesco Checa, Pilar, Pasionario Hispánico. Ed. Universidad de Sevilla. Sevilla, 1995, pp 5-17. 1 Esta pasión fue
redactada entrado el siglo X con total desconocimiento de los hechos. El
martirio corresponde a la época de Diocleciano. (cf. C. García
Rodríguez, El culto de los Santos en la España Romana y Visigoda,
Madrid 1966, p. 223; y A. Fábrega Grau, Pasionario Hispánico I,
Madrid-Barcelona 1953, p. 62-63). |