[HOMILIÆ TOLETANÆ 57]
Sermones de clade. Prima die legendus /
Sermones para tiempo de peste. Sermón que se ha de leer el primer día. Mis muy amados hermanos, ved cómo nos ha atemorizado una amarga noticia que nos habla de una peste que asola los confines de nuestra tierra, que nos insinía una próxima muerte cruenta. Se acerca aquella peste bubónica que, hace tiempo, se nos anunció por nuestros pecados. Ya devasta nuestra tierra y se aproxima con pasos rápidos lo que hervía lejos de nuestras fronteras. Está aquí lo que hace tiempo escuchamos, ya casi nos afecta. Os exhorto a que, a través de las palabras de los profetas, salgáis de vuestro sueño corporal pues percibo cómo sobre nosotros pende el cumplimiento de un castigo divino. Esto dice Dios nuestro Señor: ya se acerca la única aflicción, la aflicción. Se acerca el fin, el fin se acerca y velará contra ti. Llegó el tiempo. Cerca está el día de la muerte y no de la gloria. Y también el profeta Amós: Esto dice el Señor de los ejércitos: en todas las plazoletas y en todas las puertas se oirá llanto.
¡Ay!, ¡ay!, y llamará al llanto al labrador y al llanto a aquellos que saben llorar. Con estas palabras os exhorta el profeta. Salid, os lo ruego, salid del sueño corporal y disponeos a aplacar la furia de la condena divina. Huya el sueño de los ojos, la debilidad de las almas. Retroceda la alegría, huya el gozo. Que sólo el sufrimiento ocupe vuestros corazones, porque ved cómo nos increpa el furor de la ira divina, porque ya la siniestra muerte pisa nuestros umbrales. Pero quizá nos preguntemos con extrañeza por qué nos apesadumbra así esta sentencia divina, y
queréis saber por qué estos males nos atenazan. Escuchad al profeta: Porque toda vuestra tierra está llena de sentencias de sangre, todas vuestras ciudades llenas de injusticia, y porque despreciáis al extranjero, etcétera. A todo y en el mismo sentido nos responden las palabras de los profetas. Dice el Señor: Yo mismo os he dado inmovilidad de dientes en todas vuestras ciudades y carencia de pan en vuestros lugares. Ved cómo, al escuchar lo que nos dicen los profetas, tenemos constancia del temor de los pecadores: Huyó de nuestros corazones la alegría, nuestra danza se transformó en duelo, cayó la corona de nuestra cabeza.
¡Ay de nosotros que hemos pecado!. Os pregunto, �qué podemos hacer ahora para escapar al daño de una catástrofe tan grande, para aplacar la furia divina?. Enfermamos, busquemos una medicina. Atended pues los consejos de los ángeles, buscad los remedios de los profetas. El
ángel dice a Tobías: Buena es la oración acompañada de ayuno y limosna, porque la limosna libera de la muerte, conjura los pecados y permite el logro de la vida eterna. Este es el consejo
de los ángeles que libera de la muerte las almas de los pueblos. Atended ahora también cuáles son los consejos de los profetas que pueden actuar en remedio de los pecadores. Así anticipa el
Señor por boca del profeta Jeremías: De pronto decidiré contra un pueblo y contra un reino para arrancarlo de raíz, destruirlo y hacerlo desaparecer. Si ese pueblo hiciere penitencia por la maldad que me provocó en su contra, también yo me arrepentiré del mal que había determinado causarle. Estos son los consejos de los ángeles y los profetas que yo, indigno representante de la palabra de Dios, os expongo, pues no veo ninguna otra solución que mejor os pueda convencer para que cambiemos a una vida mejor, si es que queremos que cambie la decisión de Dios. Vayamos con lágrimas a aquél que, al atemorizarnos, nos previene de sus deseos. Hemos sido advertidos antes de que, quien no quiere hacer daño, act�e; nos ha atemorizado la lúgubre narración de los mensajeros. Él, compadecido, nos ha avisado para que nos convirtamos a él antes de que nos pueda afectar el cumplimiento de su castigo. Ahora es el momento de que os entreguéis a la confesión de vuestros pecados y hagáis penitencia. Os digo que hagáis penitencia, esto es, que pongáis en práctica los benéficos frutos de la penitencia para que cada uno beba las lágrimas de su propio dolor tanto como recuerde que se ha visto seco por sus pecados, y para que cada cual perciba que ha caído en maldad tantas veces como ha procurado evitar el bien. Pues
�qué otra cosa es hacer penitencia si no es que cada uno castigue sus propios pecados? Es más, el término penitencia procede de "castigo". Por todo ello, amados hermanos, derramad lágrimas amargas si queréis vencer los sufrimientos del castigo. Mis muy amados hermanos, la penitencia no se da en la opulencia, sino que se logra mediante la virtud de la continencia. Es preciso que se reh�ya cualquier cosa que entorpezca el espíritu. Evitad, por tanto, engañar al espíritu, evitad las pendencias mentales, la maldad del corazón. Sabéis que no obtendréis lo que pedís si no lo hacéis de corazón y atendiendo a vuestros hermanos. Siempre que las súplicas se apoyan en la caridad, son, sin duda, admitidas por Dios. Pues la oración unida a la discordia es una gran blasfemia. Además, no es posible la oración si se reza en dos sentidos opuestos, pues está escrito: Si uno reza y otro maldice,
ía quién presta atención Dios?. Y tampoco merecemos ser escuchados por Dios
Padre si nos vestimos con odios fraternos. Pues al igual que, en concordia, se evitan los males terrenales gracias a la caridad, de la misma manera los discordes logran la perdición de su patria. Y es que sobre los restantes males predominan el odio y la discordia; ésta
última separa a los litigantes hasta tal punto que nunca logra que supliquen por su bien.
¿Qué más puedo decir? Dios repudia las súplicas de los pecadores aun cuando le recen. Pues así está escrito: La oración de quien endurece sus oídos para no escuchar la Ley será repudiada. Pues la Ley de Dios, esto es, el Evangelio de Cristo, prohíbe los odios, aconseja la caridad. Por tanto, es necesario que el anhelo de quien
llegue a resistirse a esta Ley no se plasme en su oración. Porque quien alimenta en su pecho el odio contra sus hermanos es
llamado homicida por boca del apóstol; así dice Juan: Todo aquél que odie a su hermano es homicida. Y sabéis que todo homicida no conserva la vida en sí. Comprobad además lo que, poco antes y acerca de esto, expone el mismo santo apóstol. Dice: No sabemos cuándo pasaremos de la muerte a la vida, si amamos a nuestro hermano. Pero quien no ama, permanece en la muerte. Todo lo que acabamos de decir lo sostiene el santo apóstol: Por tanto, enraizaos fértiles en la caridad que es vínculo hacia la perfección; recostémonos sobre la base de esta penitencia que nos sirve de apoyo.
Hagamos públicos nuestros pecados en la confesión, si es que queremos atemperar la ira del
Señor, la ira que se nos aproxima. Dios nos otorgó la esperanza del perdón al decirnos a través del profeta: Di primero tus iniquidades para hacerte justicia. Pues pronto se concede la justicia a quienes han proferido de sus mismos labios la confesión que les salva. Por tanto, sea éste el justo comienzo de la confesión de nuestros pecados, que no se mezcle el ruego con la vanidad, que no se
conf�e en la charlatanería; pues está escrito: el pecado no está ausente en la charlatanería. Por tanto, evitad en vuestra lengua palabras inútiles. Escuchad en silencio al lector. Atended mientras recitáis los salmos. Preparad el corazón a las disposiciones divinas. Y esto sin mostrar locuacidad, sino expresando con lágrimas vuestros susurros al
único Dios. Nunca pretendáis discutir, sino explayaos en oraciones. Que vuestra risa se transforme en dolor y el gozo en amargura. Explayad todas vuestras ocupaciones terrenales en la entrega de limosnas, purgad vuestros pecados, santificad el ayuno. Ofreced a Dios el sacrificio de vuestras lágrimas y, entre llantos juntamente con nosotros, proclamad a coro al Señor: "Contra ti, Señor, pecamos. Pecamos y actuamos de forma cruel, alejándonos de
ti. Te rogamos que no nos arrojes al oprobio lejos de tu nombre. Aleja ya de nuestras fronteras la epidemia. Que desaparezca la destrucción de la plaga que nos acecha, el cruel aguijón de la peste, y que cese en quienes se ha manifestado y que a nosotros, gracias a tu apoyo, no nos afecte. Dado que ya nos vemos acechados por infortunios, socorre a quienes se
afligen. Que tu figura esté entre nosotros porque te consideremos en nuestro favor. Pon en nuestro corazón el afecto que pueda entrar en tus oídos. Concédenos un caudal de lágrimas que rebose por tu dulzura, que pueda aplacar la ira anunciada contra nosotros. Infortunados nos secamos nuestras lágrimas y no destila de nosotros el arrepentimiento que nos sana, pero tú, que eres fuente de compasión, mira ya el gemido de los arrepentidos y atiende la súplica de los que gimen. Que no perezcamos en días siniestros sino que te bendigamos por siempre, pues en
ti está el honor y la gloria, la dignidad y el poder por los siglos de los siglos. Amén." ARGUMENTO. He aquí, mis muy amados hermanos, cómo estamos aterrorizados por el anuncio de una muerte cruenta, confundidos por el temor a la furia de una epidemia que se acerca, porque nos sentimos oprimidos por el enorme peso de nuestros pecados y nos vemos castigados con mortificaciones por justa decisión de Dios. Derramad con devoción los susurros de vuestro dolorido corazón ante Dios y todos, a coro, pedid perdón a Dios. |
[HOMILIÆ TOLETANÆ 58]
Item sermo secunda die de clade /
Sermón del mismo tipo para el segundo día en tiempo de peste.
Mis muy amados hermanos, en el día de ayer lloramos los males que se nos han anunciado. Alimentémonos hoy en Cristo con los venerables preceptos de su perdón. Por tanto, demos fe del Señor, pues en su presencia toda confesión piadosa y sincera pervive. Creed en la predicación del Apóstol que nos dice: Someteos humildes a la poderosa mano del Señor y él mismo os levantará en tiempos de tribulación.
¿Quén esperará en el Señor estando inseguro, quién cumplirá sus mandatos y se encuentra abandonado?. Además, con el fin de alimentar la confianza en él, desarrollaré un asunto fácil que os sirva de recuerdo ante situaciones de desastre. Y esto para que os hagáis idea de las palabras y los sucesos de otros tiempos en esta calamidad de nuestra época, y con el fin de proponer algunos paralelos de los antepasados y cómo, con la imitación de su humildad, han dispuesto la forma por la que podremos escapar con vida al doloroso castigo de Dios. Os voy a comunicar lo que he leído para consuelo de los pecadores; no pretendo provocar incertidumbre en vuestras almas ante la ira de Dios, sino instruir vuestra fe sin que desesperéis por vuestra salvación. San Agustín, en su sermón sobre la destrucción de la ciudad, relata los siguientes sucesos acaecidos en tiempos del emperador Arcadio. Dice: "Poco después de llegar Arcadio a ser emperador en Constantinopla, quiso Dios atemorizar la ciudad y con dicho temor enmendarla, con temor convertirla, con temor purificarla, con temor hacerla cambiar; se manifestó Dios mediante revelación a un soldado que era fiel siervo suyo y le comunicó que la ciudad iba a perecer bajo el fuego del cielo y le exhortó a comunicarlo. El soldado se lo hizo saber al punto al obispo, y éste lo creyó y lo divulgó al pueblo. Ante el dolor de la penitencia, la ciudad se convirtió de la misma manera que sucedió hace tiempo en la antigua Nínive. Sin embargo, con el fin de que los hombres no pensaran que quien había hablado cometía falso testimonio o mentía,
llegó el día que Dios le había señalado. Los hombres permanecían atentos y expectantes junto con el ejército, dominados todos de gran terror, y al anochecer, tras
llenarse el mundo de tinieblas, se vio una nube de fuego en el Oriente; ésta era en principio pequeña, pero, a continuación y poco a poco, conforme se aproximaba a la ciudad, iba creciendo a la vez que, amenazante, se cernía sobre toda la ciudad. Parecía expulsar una llama terrorífica y no faltaba un hedor de azufre. Todos huyeron a la Iglesia, hasta el punto de que no cabía la multitud en el lugar. Todos solicitaban el bautismo a quienes pudieran impartirlo. No
únicamente en la iglesia, sino también en las casas, los barrios y las plazas, se pedía con insistencia la salvación del sacramento con el fin de escapar a la furia presente e incluso a venideras. Sin embargo, tras aquella gran tribulación en la que Dios mostró la verdad de sus palabras y de la revelación de su siervo, dispuso que la nube se deshiciera y, poco a poco, acabó todo. Poco tiempo le duró al pueblo la tranquilidad, pues de nuevo escuchó que había que salir porque la ciudad iba a perecer al siguiente sábado. Marchó toda la ciudad con el emperador. Nadie permaneció en su casa, nadie cerró su casa. Tras avanzar un buen trecho desde las murallas y mirar sus dulces hogares, con voz entristecida se despidieron de las casas que abandonaban, y una multitud de varios miles de personas partió; pero en un lugar solitario, tras hacer plegarias al Señor, la multitud congregada observó una aparición repentina de humo y, a grandes voces, se dirigió al Señor. Por último, una vez que se comprobó que no pasaba nada, se dispuso una misión con la idea de que, a su regreso, diera cuenta de palabra de lo que había sucedido; los enviados comunicaron que se habían salvado todas las murallas y las casas, y todos regresaron con una alegría enorme. Nadie perdió nada de su casa. Resultaba patente que cada hombre regresó tal como salió. ¿Qué podemos decir? éste el castigo divino o es que, más probablemente, se compadeció Dios?
¿Quén podrá dudar que un padre lleno de misericordia recurrió al temor para corregirlos, que no quería castigar con la destrucción, puesto que ninguna persona, ninguna casa, ninguna parte de la muralla resultó dañada por la inminencia del desastre que les amenazaba? Pues al igual que suelen
obligarte a hacerles daño y puedes volverte atrás
compadecido ante la pesadumbre de los que merecían recibirlo, otro tanto le sucedió a aquella ciudad". Estos son los hechos de tiempos antiguos, acontecimientos que recuerda san Agustín. Actuad vosotros de forma semejante. Apesadumbraos con el temor divino y veréis de pronto cómo cesa la persecución y languidece por completo la peste. Ellos, que veían cómo, a causa del castigo divino, era inminente la ruina de su patria, se dirigieron a la Iglesia; ofreced vosotros al
Señor dentro de la Iglesia los benéficos frutos de la confesión que produce sosiego. Ellos, ante la amenaza de la destrucción, exigían con fuerza el bautismo, cada uno a quien podía; que ninguno de vosotros, ya bautizados, cierre sus entrañas a quien pueda consolar. Ellos, abandonada la ciudad, se dirigieron a un lugar donde llorar la desaparición de la patria que iba a perecer; vosotros, que habitáis en ciudades, considerad cómo actuar correctamente. Ellos, una vez que cesó el furor de la indignación del Señor regresaron alegres, y vosotros, si me prestáis atención, alegres obtendréis la liberación de vuestra patria. Ayer, mediante los consejos de los ángeles y los profetas, tuvisteis constancia de cómo os puede resultar
útil la penitencia; hoy estáis más preparados para entender los ejemplos de los que suplican y hacen penitencia. Porque, probablemente, sepáis también que es el mismo
Señor quien, ante los reproches que se hacían a unos pecadores, dijo en el Evangelio: si no hiciereis penitencia, pereceréis todos por igual. Yo, fortalecido en mí mismo por las palabras del Señor, os diré, me diré: Hagamos, hagamos penitencia.
�Dónde? Donde Dios nos ve, donde los ojos carnales no pueden vernos. Rasguemos nuestros corazones y no nuestros vestidos. Tras conocer los caminos del
Señor, golpeémonos nuestros corazones para que no tengan doblez. No nos palpemos, no actuemos con blandura con nosotros mismos, no tratemos nuestra carne con delicadeza, si es que queremos escapar a las penas de la carne. No burlemos a Dios si deseamos superar los suplicios de los muertos. No lo irritemos con nuestros hechos y nuestras malvadas acciones, si es que queremos estar liberados de los suplicios no sólo presentes sino también futuros. Pues es el mismo
Señor que nos abruma con su decisión por caminos de mortificación, el que nos evita el sufrimiento anunciado. Por todo ello, tras confesar nuestros pecados, nos alivia y nos devuelve perseverantes al servicio de su temor, concediéndonos el disfrute de su dulzura, y obtener luego, junto a los ángeles, la felicidad eterna. Por el Señor Jesús, igual a él y que reina eternamente con él, y con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén. ARGUMENTO. Mis muy amados hermanos, puesto que, con el ejemplo de la destrucción de la ciudad, habéis tenido conocimiento de cómo un pueblo que cree en Dios fue salvado y escapó al cumplimiento de la ruina que les amenazaba, asumid también vosotros un cariño semejante por la confesión, y sufrid ante Dios el dolor más amargo y todos, a coro, con un solo corazón y una sola voz, pedid del Señor perdón. |
[HOMILIÆ TOLETANÆ
59]
Sermo die tertio de clade / Sermón del tercer día en tiempo de peste. Mis muy amados hermanos, en el día de ayer y en ese sermón que está escrito acerca de la destrucción de la ciudad de linajes antepasados se explicaron bastantes cosas. Que aquellos a los que hasta ese punto se extienda el temor al castigo, de la misma manera superen el sufrimiento de las enfermedades y puedan regresar alegres a la ciudad que tan tristes han abandonado. Que este ejemplo nos resulte suficiente ante cualquier circunstancia, si es que el Señor ordena que la epidemia que nos amenaza se detenga y no nos llegue esta funesta peste. En sentido contrario, si es decisión de Dios que nos ataquen los látigos de tales muertes, hágase su voluntad. A base de muchas
reflexiones, debéis proyectar al futuro tan grave decisión divina, con el fin de que no nos afecten de forma imprevista unas enfermedades inesperadas y nos cojan desprevenidos. Por tanto, atended lo que he pensado. No deben preocuparse en demasía aquellos que vayan a morir, pues les ha llegado el turno de que mueran, sino pensar que están destinados a la muerte.
�Es que nos apesadumbra en exceso que nos consuma la enfermedad bubónica como si no hubiera más motivos de muerte y no fuéramos a partir de esta vida? Se puede morir de fiebre o de peste.
�Acaso, aunque se aproxime esta epidemia, podremos vivir eternamente en esta corrupción?
O si nos afecta �no obedece la muerte a unos términos establecidos tras cumplirse la duración de la vida humana, o es que la vida puede acabar antes del momento preciso que, como su
última hora, le corresponde a cada uno? No conviene que dudemos en esto, porque contamos con un ejemplo muy seguro y fiable en la Biblia donde se dice: Los días del hombre son breves; dispones el número de sus meses. Has establecido unos límites que no se superan. Si consideramos que existen unos días establecidos en nuestra vida ¿por qué nos va a afectar la enfermedad bubónica? Si nos sale al encuentro lo que resulta ineludible, será que pronto nos corresponde la muerte. Nada podrá alargar los años de nuestra vida. Muchos mueren de esta enfermedad, otros muchos de otra. Pero nadie muere antes de la hora
señalada para su fin. Así pues, si esta peste no invade los límites establecidos para nuestra vida,
¿por qué nos atormentan los temores a esta peste? ¿Por qué nos confunde este dictamen, cuando, tanto si llega como si no, no podremos escapar a la hora establecida para nuestra muerte? Por tanto, si lo que parece lejos, si lo que no deseamos sucede, nadie murmure por eso, nadie se abata, nadie se desespere, ni, en su desesperación, pronuncie lo que no es justo: "¿Qué penitencia nos ha ayudado?,
¿por qué no estamos escapando a la epidemia?" Lejos, lejos de la boca de un cristiano esta blasfemia. En cuantas cosas sucedan en nuestra vida, esté siempre en nuestros labios la alabanza a Dios. Hágase su voluntad sobre nosotros y en nosotros. Pues si recibimos de la mano del
Señor los bienes, ¿por qué no vamos a soportar los males?. Es nuestro padre.
¡Acaso nos debe amar con halagos y no nos debe advertir con sus reprensiones? «Acaso un padre sólo promete la vida y no imparte
enseñanza? ¿qué más podemos decir? Quienes estáis apesadumbrados por esta plaga, no es que
tem�is la incertidumbre de una enfermedad terrible sino que tem�is morir, es
decir, os oponéis a lo que os provoca temor. Ojalá pod�is pasar a una vida mejor
y no sólo no temer la muerte que se aproxima sino desear como lo mejor el que
vosotros mismos mumáis. Pues, nada más morir, pasamos de la muerte a la
inmortalidad. No puede llegar la vida eterna si no es con la ineludible muerte.
No se trata de una muerte sino de un paso, un tránsito desde el camino del
tiempo, que es pasajero, a la vida eterna. ¿Quén no se alegra de pasar a mejor? no anhela cambiar y reorientarse pronto de cara al rostro de Cristo y a la dignidad de su gracia celeste, traspasar la muerte, ver la cara de su rey en la gloria que ha cultivado en la vida? Y si nuestro Cristo rey nos llama para que ya podamos verlo,
¿por qué no abrazamos los labios de la muerte, de esa muerte a través de la que se nos concede el paso a los sagrarios eternos? A no ser gracias a que hacemos el tránsito mortal, no podríamos ver la cara de nuestro rey Cristo.
�Es que menospreciáis esta visión como algo lejano y, por tanto, teméis morir? Sin embargo, desde el momento en que esta visión inenarrable se disfruta, nada se puede
añadir a lo más importante que haya sobre la tierra que, en comparación, pueda llenar vuestra vida. Haceos la idea de que, en relación con nuestra vida terrenal, este rey dijera a cualquiera de entre vosotros: "Ya está tu casa repleta de riquezas. Habita en ella. Sé rico. Haz cuanta violencia quieras. Nadie te detenga cuando estés furioso. Obedézcante todos en cuanto dispongas. Hágase tu voluntad en todos. Solamente te pongo esta condición, que no veas mi rostro." Pero surge la siguiente pregunta:
¡Acaso hay algún enamorado de este mundo que se complace en contemplar el rostro de su más auténtico rey sin considerar que todo lo que se le ha concedido no es sino estiércol y sin sentir que lo
único que le apesadumbra es ser indigno por verse apartado de la presencia de su rey? Ahora, de acuerdo con la comparación precedente, haceos la idea de que Cristo os dijera: "No queráis morir. Rechazad el sufrimiento. Ya no os arrojo a la muerte ni os envío una peste. Vivid cuanto queráis en esta vida; con tal de que no veáis mi rostro." En esta comparación, examinad cuánta impiedad se produce y hasta qué punto se está apresado en una noche eterna. «Para quién resulta más dulce vivir en esta vida que estar en presencia de quien le ha concedido la vida, cuando para el alma no existe ninguna muerte más cruel y amarga que no ver el rostro de Dios? En definitiva, encontrémonos preparados a la voluntad divina, cualquiera que sea, con un espíritu integro, una actitud religiosa positiva, y una fe y un valor robustos. Celebremos también que aquél, por quien en este momento nos vemos en disputa, ve todo deseo de corazón y pensemos, una vez eliminado por completo el pavor a la muerte, en la inmortalidad que perseguimos. Que, una vez que llega el día concreto para el encuentro, vayamos con alegría y gozo al mismo
Señor que nos llama. No temamos la muerte si realmente deseamos lograr la vida. Es el mismo Señor que venció a la muerte y nos dio la vida, el que, a cambio de las lágrimas provechosas en su presencia y la muerte que teméis, os eleva y os concede la vida eterna que anheláis. El que es uno con Dios
Padre. ARGUMENTO. Mis muy amados hermanos, si, con la inspiración del Señor, hemos rechazado de verdad la muerte y hemos optado por la vida, apropiémonos de las palabras que aniquilan la muerte. Por tanto, ya que todos sin excepción nos vemos entre lamentos y sentimientos de aflicción, pidamos del
Señor misericordia.
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[HOMILIÆ TOLETANÆ 60]
Item sermo de clade /
Sermón general para tiempo de peste. Mis muy estimados hermanos, lo que, de forma indirecta, había atormentado nuestros espíritus, la grave epidemia que sembraba la desolación en los pueblos de Dios, ya se nos ha hecho presente. Nos ha aterrorizado el violento tormento de la enfermedad de la peste bubónica, nos ha aterrorizado también la inesperada aparición de la muerte. Hermanos, en estas circunstancias o en cualquier otra, qué debemos sentir sino que se trata del cumplimiento de un castigo que merecemos, cumplimiento que, de forma semejante, podemos constatar que había sido anunciado por el profeta: Quién podrá permanecer en pie ante el rostro de una epidemia que se acerca, o quién resistirá el ardor de la cólera del Señor? Su indignación se difunde como el fuego y ante él tiembla la tierra. Pero, por qué se ha profetizado lo que iba a suceder a quienes por nuestros delitos lo estábamos pidiendo? ,Por qué se nos va a violentar con todas las fuerzas por haber hecho no importa qué, si no es para que nos lamentemos con nuestras lágrimas por todas las ofensas de nuestros pecados y para que aplaquemos el ardor de la cólera del Señor con un gemir constante? Y es que es nuestro mismo creador, por quien ahora anhelamos ser salvados de la peste, el Señor, quien nos llena de pavor debido a que pecamos de forma reiterada. No hay que desdeñar su consejo sobre cómo actuar. Dice: Convertíos a mí de todo corazón mediante vuestro ayuno, vuestro
llanto y vuestro dolor. Romped vuestros corazones y no vuestros vestidos. Y es que, si así os
convirtierais a mi, os sanaré de vuestros sufrimientos. He aquí, estimados hermanos, cuál es la voz del médico de la salvación, de quien no quiere que fallezcamos en las epidemias. Por otra parte, es lícito que, por nuestros pecados, suframos el castigo de Dios como remedio añadido al lamento y al propósito de enmienda. Por tanto, atended, queridos hermanos, atended los vaticinios de los profetas, atended también las exhortaciones que salen de mi boca, si es que queréis escapar a los peligros de muerte de esta peste. Aquél que sabemos que rebosa de compasión y misericordia quiere también verse precedido de las lágrimas de la confesión. Pues así está escrito: Dios no es burlado con llantos sino que busca un arrepentimiento de corazón. Gimamos en nuestras oraciones con llanto de sincero sufrimiento y con el rostro levantado mostremos en nuestro rostro la prueba de nuestro error. Ya comenzamos a soportar el aguijón de nuestra muerte por la epidemia de peste bubónica.
¡Acaso no vamos a poder llorar con amargura? Gimamos, hermanos, con el fin de conjurar el peligro de una mancha tan cruel y superemos con nuestro lamento continuado el
daño de esta dolorosa herida. Pasad los días en el dolor y pasad las noches entre llantos. Ocupad las horas de luz con lágrimas permanentes, superad con penitencia el
daño de esta epidemia. Dado que hemos pecado tanto, suframos en la misma medida. También sirve de remedio eficaz contra una angustia tan imprevista la buena disposición en dar limosnas. Estad dispuestos al llanto y sed generosos y piadosos para dar. Una vez que hagamos esto, mezclemos oraciones con nuestras lágrimas. Quizá, en poco tiempo, conmovamos la compasión del creador ante el creciente tormento de esta plaga.
Él mismo nos ha asegurado que se apiada con prontitud de los que hacen penitencia, tal como se ha dignado en consolarnos por boca del profeta: Cuando os volváis a mí, entonces estaréis a salvo, y podréis escapar al mal que os acecha. Y dice también, dice el
Señor: No quiero la muerte de los moribundos, sino que os convirtáis y viváis. También el profeta Joel lo expone, al hablar acerca de la piedad del
Señor, quien se lo había exhortado personalmente; dice: convertíos a vuestro señor Dios, porque es misericordioso, justo y de gran piedad. Por tanto, rogadle en vuestras oraciones, rogadle en todos vuestros actos. Pues es
Él quien puede alejar las heridas que nos inflige la peste, Él quien puede cambiar su sentencia de castigo por el remedio de la salud.
�l, el Dios único que vive con Dios Padre y el Espíritu Santo.
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NOTAS
1. Para el
estudio de estos sermones ver el artículo: Tovar Paz, Francisco-Javier.
El ciclo "De peste" de las
Homiliæ Toletanæ: Contexto y traducción.
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