Sacr�
triumphum martyris.
Celebret vox Ecclesiæ:
Camént sit cunctis una
Martianæ in laudem virginis.
Quæ, passionis
præmium,
Dum tendit adipisci:
Ultro ad paléstram gloriæ
Audet prompta concurrere.
H�c namque adstantem
d�monis
Cernens adlisit effigiem;
Sub cujus larga perpetim
Fluebat unda gressibus.
Mox flagris c�sa
trahitur
Celsa ad Pr�toris atria:
Atque ille ludis allicit,
Prosternit membra Virginis,
Quam pr�do pudicitur,
Dum inter umbras sequitur,
Oble tata extemplo c�litus
Secluditur maceria.
Vincta deinde stipite
Pro vana voce includitur;
Sed pœnas fert blasphemia,
Ruinas, et incendia.
Emissa namque bestiis,
Leo pr�currit percitus;
Adoraturus veniens,
Non consumpturus Virginem.
Taurus dehinc
prosiliens
Forma et mugitu horribili
Sulcabat ejus teneras
Papillas, ictu vulnerans.
At
fera pernix corpore
Et maculoso tegmine
Letali dente ad ultimum
Membra Puellæ laniat.
Post hos triumphos
anima
Vinclis elapsa corporis,
Plaudens petit ad libera
Summi Poli fastigia.
Deo Patri sit gloria,
Ejusque soli Filio,
Sancto simul Paraclito
In sempiterna sæcula.
Amen.
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En este triunfo de la
santa Mártir
alza su voz la Iglesia jubilosa:
un poema resuena en homenaje
de la virgen Marciana. Est�n
ya preparados los tormentos
para dar el martirio a la doncella,
más ella se dispone a presentarse
en más alta palestra.
Derriba,
simplemente con mirarle,
un ídolo satúnico asentado
sobre una fuente de la que manaba
larga corriente de caudal templado.
La trasladan
después, a latigazos,
hasta la acrópolis donde el pretor era;
como por juego choca contra ella,
la tira al suelo y la pisotea.
El pregonero
se recrea infame,
poniendo a la subasta su belleza,
cuando quiere procaz avergonzarla,
un seto milagroso protege su pureza.
Atada al
poste, en vano pretendían,
simulando su voz, fingir que cede,
pero aquella blasfemia se castiga:
el incendio y la ruina se suceden.
Es expuesta
a las fieras, al instante
un león se le acerca, la olfatea,
lame sus pies y vuelve a sus cubiles:
no vino a devorarla.
Viene
después un toro, sus mugidos
refuerzan lo terrible de su aspecto,
embiste y con sus astas afiladas
rasga su blanco seno.
Se aproxima
por fin un leopardo
rápidamente, con su piel manchada,
que lacera sus miembros y devora
el sacro cuerpo de la virgen santa.
Tras estos
triunfos, su alma liberada,
suelta ya de ataduras terrenales,
vuela entre nubes, entre aplausos vuela,
buscando las moradas celestiales.
De Dios
Padre es la gloria y de su Hijo,
el Redentor del mundo, en compañía
del Espíritu Santo que promete
el reino de la luz y la alegría.
Amén.
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