EL MONACATO HISPANO
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Antes y después de la invasión árabe. La existencia de ascetas y de vírgenes en el seno de la comunidad eclesial hispana está atestiguada por el Concilio de Elvira (h. 300-306) y pueden considerarse como las personas que prepararon el camino para el monacato. La vinculación entre los ascetas y el movimiento heterodoxo de los priscilianistas hizo crecer, según parece, una oposición por parte de la jerarquía contra estas vivencias radicales poco acordes con el evangelio. Al condenar el priscilianismo, se condena la iniciativa individual al margen de la jerarquía eclesiástica en el ejercicio ascético; mejor aún, se condenan las extravagancias en la concepción del cuerpo como algo pecaminoso, y también el rechazo del matrimonio como pecaminoso. Esta propaganda, a favor y en contra del ideal de la vida ascética y retirada, tuvo que servir, sin duda, para dar a conocer el ideal ascético y de renuncia dentro del cristianismo hispano. La aparición del término «monje» (monacos) en un documento eclesiástico se remonta al año 380; se trata de una disposición del Concilio de Zaragoza donde se dice que el clérigo que, buscando el lujo, abandone su estado eclesiástico, debe ser excomulgado. El concilio, sin embargo, no legisla directamente sobre el monacato. Poco después del año 389, los obispos de la provincia tarraconense se dirigen al papa Siricio (384-399), sometiendo a su parecer algunos problemas que les presentaba el monacato. El priscilianismo, posiblemente, había creado mala opinión en torno al movimiento monástico dentro del estamento eclesiástico, pues era un grupo que se apartaba de la autoridad de los obispos y de las prácticas religiosas y litúrgicas comunes al resto de los cristianos. La respuesta del papa condena las desviaciones del movimiento ascético monacal; por el contrario, se muestra partidario de que los monjes dignos puedan ser elevados al estado clerical. Del año 398 data la carta que San Agustín dirige a los monjes de las islas Baleares exhortándoles a trabajar para combatir el ocio. En esta carta se habla de un abad al frente de una comunidad de consagrados. Son también numerosas las referencias a vírgenes consagradas al servicio de Dios: el citado Concilio de Zaragoza determina que han de tener cuarenta años las mujeres que se consagren a Dios en el estado de vírgenes; también las menciona el primer Concilio de Toledo del año 400, al prohibir la familiaridad de los clérigos con las vírgenes. Estas disposiciones demuestran que el estado de vírgenes consagradas a Dios era una institución reconocida por el episcopado. Del año 410 data la primera mención del término «monasterio» (monasterium); se trata de una carta del monje Baquiario a un diácono, en la que le sugiere que ingrese en el monasterio para hacer allí penitencia por sus pecados. Los testimonios escritos son más abundantes en los siglos siguientes: en ocasiones, se usa indistintamente la palabra «monje» para designar tanto la vida solitaria de los eremitas como la vida organizada de los cenobitas; otro tanto ocurre con el término «monasterio», que se aplica tanto a la morada de solitarios como a la de las personas que viven en común. El desarrollo del monacato hispano en el s. V se vio interrumpido por la invasión de los vándalos, suevos y visigodos, pero tras la consolidación de la situación política experimentó un paulatino ascenso que, en el s. VII, condujo a un notable florecimiento. El eremitismo conserv� su importancia, tanto en las islas Baleares como en las montañas de Asturias y Galicia; sin embargo, el centro del monacato residía en las comunidades cenob�ticas, cuyo número creció rápidamente bajo la protección de los obispos. La conversión del rey Recaredo (586-601) al catolicismo en el 589 fue un elemento que favoreció la difusión del monacato. Poco después del año 506 se fund� el monasterio de San Martín de Asín (Huesca), cuyo abad Victoriano, mediante la fundación de monasterios menores sujetos a su autoridad, trabaj� por la expansión del monacato. Sin duda más importante fue la acción de San Martín de Braga, originario de Panonia, que llegó a Galicia en el año 550, tras pasar por Palestina. Fund� el monasterio de Dumio, que rigió como abad hasta su designación como obispo de Dumio. Con la colección de sentencias de los padres del desierto de Egipto por Él traducidas y empleadas como regla, orientó a su monasterio en la dirección del monacato oriental. Influyó también en el monacato hispano la fundación del monasterio de Servitanum, en el ámbito visigodo, llevada a cabo por el abad Donato, que antes del 570 había llegado desde el Norte de África con un grupo numeroso de monjes trayendo consigo una buena colección de manuscritos. La legislación visigótica, haciéndose eco de las disposiciones del Concilio ecuménico de Calcedonia (451), declaraba que era competencia del obispo de cada prov. la decisión de autorizar la fundación de un monasterio. Los monasterios, por lo general, tenían independencia econ�mica para la administración de sus bienes, pero estaban sometidos al obispo para la realización de tareas religiosas y pastorales, y para la ordenación sacerdotal de los monjes. Incluso era competencia del obispo elegir la observancia de cada monasterio, es decir, establecer la regla que debía marcar la observancia y que solía determinarlo en el momento de la bendición del abad, hacióndole entrega del código que contenía las reglas que debía observar. Así mismo era normal -pues así estaba ordenado- que los abades de los monasterios asistieran a los sínodos, junto con el clero diocesano. En la legislación conciliar se prohibía a los obispos -en este caso a los de la provincia B�tica- expoliar o destruir los monasterios antiguos; en consecuencia, se ordenaba que se restaurasen a costa de aquellos que los mandasen destruir. Incluso se veta que los obispos den los monasterios o parroquias a personas seglares o a sus parientes con intención de mejorar su economía e ir en detrimento de los monasterios. Son también abundantes las disposiciones conciliares sobre los monjes fugitivos, compeliéndoles, bajo penas canónicas, a regresar al monasterio de su profesión. Del mismo modo, se tiene noticia, por un Concilio de Braga del año 619, de la atención y cuidado que los monasterios de varones debían prestar a los monasterios de monjas; la administración de los monasterios femeninos la llevaba un monje prudente; esta práctica pudo ser el origen de los monasterios dúplices que proliferaron en la Península Ibérica y que se alargaron en el tiempo hasta avanzada la introducción de la regla de San Benito en la Península. La abundancia de monjes en la Península debía de ser muy grande, pues el Concilio de Toledo del año 633 describe a falsos monjes que vagan por distintos territorios y es competencia del obispo obligarles a que regresen a sus monasterios. Continuando con los cánones toledanos, en el año 646 el VII Concilio prohíbe que nadie pueda hacerse ermitaño sin antes haber vivido como monje en un monasterio. La finalidad de las reglas es organizar la comunidad, determinando de forma escrita -no sólo verbal- las relaciones entre el superior, al que están sometidos todos los miembros de la comunidad y el resto de los miembros; se establece una relación de maestro-discípulo, donde destaca siempre el voto de obediencia como constitutivo y principal dentro de la vida monástica. Determinan también que todos los bienes están puestos en común; la comunidad, como tal, es capaz de poseer y adquirir bienes, no el individuo o el miembro del monasterio, pues hace voto de pobreza. Otro de los capátulos es el dedicado a la admisión de los miembros en la comunidad, determinando el proceso de admisión, noviciado, las cualidades de los candidatos; la admisión se sella con un compromiso público: la profesión. Finalmente, se puede hablar también de un código penal, que contempla todas las penas que se han de imponer a los infractores; casi todas las reglas contemplan el tema de la excomunión del grupo como el mayor castigo que se puede imponer al miembro que ha caído en alguna de las faltas más graves, pudiendo ser tal excomunión temporal o definitiva, como expulsión del grupo. Aunque se ha atribuido a San Fructuoso, los estudiosos opinan hoy que se trata de un conjunto de decisiones emanadas de las reuniones de abades de una comunidad del noroeste hispano, lo que hace pensar en un sistema federativo, que busca cierta uniformidad y que regula las relaciones entre los distintos monasterios que forman la federación. sus disposiciones se refieren más a los abades, para su buen gobierno, que a los monjes, pues las decisiones que ateñen a la regulación interna de los monjes son pocas y, tal vez, tienen como objetivo conseguir un mínimo de uniformidad entre los distintos monasterios de la federación. Se cuentan, entre ellas, las normas para la elección del abad; la obediencia de los monjes al abad; la conducta de los prepósitos y decanos; la conferencia semanal a los miembros todos de la comunidad; el régimen de los excomulgados y penitentes; la admisión de los nuevos monjes, con la exigencia del abandono previo de su patrimonio; o la regulación de los tránsfugas. Consagra un largo capátulo a los monjes dedicados al cuidado de los ganados, de donde se deduce que las ovejas eran la fuente principal de sus ingresos en la zona noroeste del país. Parece hablar de una enfermería en común. Proh�be los monasterios dúplices y admite que los monjes puedan atender espiritualmente a los monasterios femeninos, práctica que, parad�jicamente, favorecía los monasterios dúplices. La prohibición que aparece en el capátulo primero de que ningún monje puede establecer monasterios a su arbitrio sin consultar a la conferencia general y sin la confirmación del obispo según los cánones y la regla, parece ir contra los monasterios familiares, aquellos que surgían sin más trabajo que edificar una iglesia en medio de una propiedad rústica y dar el nombre de cenobio a la explotación en ésta radicada, convirtiendo en monjes a los familiares y siervos que convivían con el dueño; todo ello, como se comprende, en una mayoría abrumadora de casos al señuelo de ventajas temporales, y para los clérigos de independencia de la administración diocesana. Tales monasterios familiares tuvieron gran difusión en la época de la Reconquista y favorecieron la repoblación de grandes extensiones despobladas. Se admit�a, en cambio, que pudieran donarse al monasterio matrimonios con sus hijos y esclavos, con la condición de que se sometieran a la pobreza monástica y a la obediencia al abad. El aspecto que más destaca es el llamado «pacto», surgido en el noroeste peninsular, que sobrevivió a la invasión musulmana, perdurando casi hasta la celebración del Concilio de Coyanza (1050), en el que se impuso la regla de San Benito como modelo que se debía observar en todos los monasterios existentes en la Península. b) Las reglas de San Isidoro y San Fructuoso. Además de estas dos reglas, se tiene noticia de las de Donato y Juan B�claro, que no han llegado hasta nosotros: Donato, llegado a España desde África, construy� el monasterio de Servitano, y le dot� de una regla, según informa San Ildefonso; de la regla de Juan B�claro se tiene noticia por San Isidoro. La regla de San Isidoro fue compuesta para los monasterios de la B�tica, en el S. de la Península, h. el año 619; la de San Fructuoso, en cambio, fue escrita hacia el 640 en el noroeste peninsular, para el monasterio de Compludo. Ambas reglas son códigos monásticos completos, que regulan todas las situaciones de la vida monástica. La regla isidoriana trata de los elementos de la vida cotidiana; de la vida espiritual; del abad y de los demás oficios; de las penas que se han de imponer a los monjes que infringen la observancia; de la hospitalidad; del ingreso en la comunidad, así como del edificio material, de su patrimonio, de su biblioteca y de los sufragios por los difuntos. La regla fructuosiana regula igualmente todos los aspectos de la vida cotidiana del monje, estableciendo el código espiritual y penal que ha de regir en el monasterio. Sus disposiciones se refieren al cargo del abad y demás superiores, al ingreso en el monasterio y a los deberes de hospitalidad; no hay disposiciones sobre el edificio del monasterio, ni sobre los sufragios a los difuntos. Tiene influjo literal de San Isidoro, y éste de San Benito, pero difiere en el espíritu. San Fructuoso es más riguroso y San Isidoro se orienta más a la cultura y simplifica la reglamentación. El primero se ha enfocado hacia el eremitismo (habla de celdas separadas); Isidoro, por el contrario, habla siempre de celdas comunes, del trabajo en común que deben desarrollar en el huerto, cultivando las hortalizas, o como artesanos, aunque no es partidario del trabajo de los monjes en los campos, ni en la construcción del monasterio, pues son tareas que corresponden a los siervos del convento. Sin duda es una concepción más cercana a la benedictina, por estar su obra bajo el influjo de Pacomio, que también dej� su impronta en la regla de San Benito. El influjo de la regla benedictina se nota en muchas expresiones de Isidoro, de Fructuoso y de la Regula communis. ¿Por qué no se acept� en la Península la regla benedictina antes del año 711? Tal vez se pueda responder que la vida monástica de la Península anterior a la invasión de los árabes fue muy pujante, y este hecho hizo que no se sintiera la necesidad de introducir otras reglas monásticas. Desde otro enfoque, se puede afirmar que, desde el s. VIII, cuando la regla de San Benito se comenzó a aceptar en todos los monasterios de las Galias, la Península Ibérica estaba aislada del resto del mundo como consecuencia de la invasión de los árabes, de manera que, hasta el s. XI no volvió a entrar en contacto con el exterior. Por otra parte, durante los primeros tiempos de la Reconquista, los monjes miraron hacia su pasado más cercano y no a las nuevas corrientes que iban imponiéndose por el resto de Europa y, sobre todo, en las Galias, haciendo -claro está- una pequeña excepción de la Marca Hispánica, que estaba bajo el dominio y el influjo de los francos, que fue por donde primero entró la regla benedictina. Como consecuencia de esta situación, el pacto monástico -que era anterior a la invasión de los árabes y procedía del noroeste peninsular- se extendió después por las tierras reconquistadas, lo que pudo convertirse en otra de las causas que impidiera la penetración de la regla benedictina. El pacto era un título jurídico que vinculaba a los monjes al monasterio, equivalente a la profesión, pero que tenía una estructura de contrato bilateral, siendo el abad una parte y los monjes otra, y con determinación concreta de los derechos y deberes de cada una. Según parece, por una parte, en el momento de la elección del abad, existía un pacto colectivo, que venía a ser como la aceptación de electo; por otra, se sellaba un pacto de caráter individual en el momento de la incorporación de un nuevo monje a la comunidad, el cual añadía su firma al pacto colectivo. La Regula communis ha transmitido, como anejo, el texto del pacto. Al parecer, hubo gran abundancia de vocaciones en la zona noroeste; el pacto manifiesta la falta de ideal verdaderamente monástico en todas las vocaciones. Pión.ese que, en el monacato repoblador, un monasterio, es decir, una célula de explotación agraria con una capilla y unos santos titulares y la aceptación por sus miembros de una existencia religiosa con más o menos intensidad de propósitos, era uno de los elementos naturales de la marcha pacífica hacia el S., a través de tierra de nadie. Esto prueba el gran número de monasterios existentes al norte de los ríos Duero y Ebro hasta el s. XII, a los que no se puede considerar monasterios propiamente dichos. La mayoría de estos monasterios tuvo una vida efímera y acab� por acrecentar el dominio económico de los monasterios más grandes. Más que demostrar un ideal monástico, ponen de manifiesto un fuerte sentido religioso en la población reconquistadora. Prueba de todo ello es que apenas hubo oposición por parte de las comunidades cuando los propietarios o fundadores entregaron o vendieron tales monasterios e iglesias. La entrega de bienes y la vinculación de personas a los monasterios -aunque sin llegar a ser monjes- fue una práctica muy difundida a lo largo de la Edad Media; el monasterio, a cambio de los bienes recibidos, se comprometía a cuidar de las personas durante el resto de sus vidas; esta modalidad, conocida como traditio, además de ampliar el dominio territorial de los monasterios, sirvió para que éos llevaran a cabo una intensa actividad caritativa. Otra de las características propias, aunque no exclusiva, del monacato hispano fue la proliferación de monasterios dúplices, entendiendo por tales aquellos que albergaban dos comunidades -una de hombres y otra de mujeres- bajo una única autoridad, aunque separada una de otra, a pesar de que el edificio fuera único y de que ciertas dependencias, como la iglesia, fueran de uso común. La tutela ejercida por los monasterios de varones sobre las comunidades de vírgenes o de monjas pudo ser el origen de estos monasterios dobles, que fueron frecuentes hasta el s. XII. Todas estas modalidades del monacato hispano, unidas a la invasión árabe, dificultaron la penetración del monacato benedictino en la Península, aunque se advierta su influjo en algunos textos de las reglas visigodas. En el resto de Europa, el s. IX marcó el paso definitivo hacia la regla de San Benito; en España, la regla benedictina no se comenzó a aceptar, de forma clara y definitiva, hasta la celebración del Concilio de Coyanza en el año 1050. La introducción de la reforma cluniacense en España se relaciona con el abad Paterno, con el monasterio de San Juan de la Peña y con el rey Sancho de Navarra. Se extendió después a San Millán de la Cogolla, O�a, Cardeña, N�jera, San Zoilo de Carrión, Sahagún, etc. Con la introducción de los cluniacenses, se puede decir que el monacato hispano se hizo benedictino. La abadía de Cluny fue fundada el año 910 como monasterio exento, es decir, unido directamente a la Santa Sede, para poner fin a las intromisiones de los nobles en la marcha de las comunidades religiosas, pues, como fundadores, creían tener derecho para intervenir no sólo en los bienes del monasterios, sino también en la observancia regular. Los monasterios reformados, fundados o aceptados por Cluny perdían el título de abadía y su independencia. El abad de Cluny designaba el prior de cada monasterio y los monjes hacían voto de obedecerle; todos eran monjes de Cluny, aunque siguieran viviendo en sus respectivos monasterios. La vinculación con Cluny era doble: la unión espiritual por la profesión religiosa y el vínculo legal, que obligaba a aceptar las costumbres cluniacenses y todos sus decretos disciplinares. El prior de cada monasterio gobernaba su comunidad, pero todos debían obediencia al abad de Cluny y no participaban en los capátulos de la orden. Los monasterios gozaban de todos los privilegios de Cluny, sobre todo del privilegio de la exención, de manera que se veían liberados de las molestias de obispos y Señores feudales. Los inconvenientes fueron que, cuando decay� el monasterio principal, todos decayeron con Él. Al entrar Cluny en decadencia, surgió la reforma iniciada por Roberto de Molesmes en 1098, fundando C�teaux con la idea de vivir una vida monástica más sencilla y simple que la de Cluny y en mayor armonía con la regla de San Benito, dedicándose a la oración y al trabajo. éste fue el comienzo de la reforma cisterciense, proseguida por los abades Alberico, Esteban Harding y San Bernardo. La novedad de los cistercienses estaba en su organización; crearon una orden centralizada, con única autoridad, aunque con una serie de instituciones capaces de controlar y corregir a todos los miembros de la orden. Estas instituciones fueron: el sistema de visitas anuales, según el cual cada abadía era visitada anualmente por el abad de la casa fundadora, y se examinaba al abad y a los monjes en todos los puntos de observancia de acuerdo con la regla benedictina, la Carta Caritatis y otros estatutos, con plenos poderes para corregir y castigar; y el capátulo general anual, que se celebraba en C�teaux, pues el abad de este monasterio era un primus inter pares. (*) Mat� Sandorniz, Lorenzo, Gran Enciclopedia de España. Dir. Guillermo Fat�s Cabeza. Ed. Enciclopedia de España, Zaragoza, 1991. |