ARTÍCULOS HISPANO-MOZÁRABES |
Podríamos decir que estas páginas vienen a continuar lo ya comenzado en un artículo que publ$1qué en la revista «Pastoral Litúrgica� 1 insistiendo esta vez, aún más, en el modo de celebrar que las fuentes litúrgicas nos muestran y las rúbricas del Nuevo Misal, muy prudentes y parcas, no nos indican. No se trata de encorsetar la celebración rubricalizándola, aquí ofrecemos un modo de celebrar, un clima, para que los textos cobren vida en su �propio jugo», no al arbitrio del celebrante ocasional o según un mimetismo ya romanizante, ya orientalizante, pero sin apoyo histérico. Con este pequeño ensayo intentamos ayudar fundamentalmente a quienes de modo ocasional quieren celebrar en el Venerable Rito, tanto ofreciendo sugerencias para la celebración como una ayuda para la catequesis que ha de precederla en todo caso. El espacio para la celebración. Recordemos que en la Liturgia el espacio es un elemento simbólico, un sacramenta1 2, por ello, aunque se pudiese celebrar en cualquier espacio, o en un espacio ordenado de cualquier forma, resulta a todos evidente que se ha de buscar la armonía entre el lugar y la acción. La nave es el espacio ministerial del étercer coro», el de aquella parte de la asamblea que actía sin asumir otros ministerios diferenciadores en la celebración (lo que se suele denominar pueblo, sin mayores precisiones teológicas ).Esta zona se distingue del resto del espacio celebrativo por un arco y unas cancelas. En muchas antiguas iglesias de época visigoda aun puede observarse en el suelo, bajo este arco de acceso a lo que llamaríamos «crucero», la señal marcando el lugar que ocuparon dichas cancelas 3. En la puerta de estas cancelas se situaba normalmente una mesa de comunión que servía de ayuda al sacerdote y al diácono para administrar el Sacramento a los fieles situados en esta parte de la iglesia. En algunos templos, como en el suelo de San Pedro de la Mata queda la señal de la presencia de esta mesa, que debía ser solemnemente revestida, como nos muestran algunas miniaturas mozárabes 4. Atravesadas estas cancelas se entra en la Via Sacra 5, lo que nosotros llamaríamos el crucero. Se trata de un espacio procesional, que en la liturgia hispana va ganando importancia con el tiempo. Por eso, aun en iglesias de planta basilical como San Miguel de la Escalada (León), se busca crear un �falso crucero» rompiendo la continuidad de las naves con un mal llamado «iconostasio». Es una zona para el paso de las procesiones ministeriales de diáconos y acólitos principalmente. Esta zona de la via sacra une todos los espacios celebrativos y sirve de marco para algunas acciones litúrgicas que las rúbricas sitían �ante el púlpito». En estos casos este espacio es llamado también coro (pues lo ocupa un grupo de fieles) 6. Según atravesamos la via sacra dejamos a nuestra izquierda un brazo del crucero, rematado con frecuencia por una sala litúrgica. Es lo que se suele llamar Donario o Diaconio (por mimetismo oriental), se supone que era la zona donde se colocaban, sobre un altar, los dones para la Eucaristía antes de la Misa, y desde donde partía la procesión de presentación, que avanzaba, por la via sacra y el púlpito, hasta el Altar de la Eucaristía, mientras se cantaba el Sacrificium. Lo cierto es que las fuentes litúrgicas no nos hablan de este lugar, por ser su función solamente esa y ya muy conocida, pero aparece presente en la mayoría de los testimonios monumentales de los periodos visigodo y mozárabe. A la derecha de la via sacra se abre el otro brazo del crucero que también suele prolongarse, hacia la cabecera, en forma de ábside o habitación anexa. Esta zona o habitaciones recibe en las fuentes diversos nombres: preparatorio, pues es donde se preparan los ministros para la Eucaristía y donde tienen lugar ritos litúrgicos anejos a la Misa 7; también es denominado sacrario -sacrist�a- pues en ella se guardan las cosas sagradas, posiblemente la Reserva Eucarística y los vasos litúrgicos 8; se la llama también secretarium, es decir, lugar apartado, pues es allá donde el clero se retira a deliberar e incluso donde celebran asambleas conciliares 9; por este uso, a modo de «sala capitular�, se le denomina consessorio -de sentarse con- 10. Esta sala llamada sacrario, sobre todo en las iglesias de una cierta importancia -donde tiene más el uso de «sala capitular�-, suele prolongarse en otra habitación, generalmente algo oculta, el Tesoro. El Tesoro es el relicario de la iglesia 11. Alli se guardan objetos preciosos como la Vera Cruz o reliquias de santos o, posiblemente, los mismos vasos sagrados y la Eucaristía. Es una ampliación de la sacrist�a. Si seguimos avanzando llegamos a unos nuevos canceles, señal de entrada a un nuevo espacio litúrgico, la zona de los ministerios, el llamado P�lpito 12. Como nuestro actual Amb�n romano es más una «zona» o espacio que un objeto o mueble. En las pequeñas iglesias es la zona entre la via sacra y el Altar, con paso funcional directo al sacrario y al donario en muchos casos. Desde esta zona se proclaman las lecturas y se ejerce el ministerio de los cantores. Su nombre puede provenir de que en algunos casos esta zona estuviese más alta 13 que la via sacra o la nave, no ocurre así en ninguna de las iglesias hispano-romanas o visigodas que conocemos. Creernos que el nombre de «púlpito» proviene de un cierto mimetismo, en el latín de época visigótica y mozárabe, con la �zona de actores� de los teatros romanos (ya en desuso en esta época). En efecto entre la «orchestra» (lugar semicircular reservado a los senadores en el teatro romano) y el �prosc�nium» se encuentra el «pulpitum» (lugar desde el que se canta o declama), por esta semejanza de colocación y uso debió recibir tal nombre nuestro espacio litúrgico. En algunas ocasiones, y evidentemente en las iglesias mayores, como ocurrió en otras liturgias, en el «púlpito» hispano se levant�, en ocasiones, un ambón para proclamar las lecturas, singularmente el Evangelio. A este ambón se le llam� Tribunal 14. Así pues el aspecto del púlpito de una gran iglesia hispana pudo parecerse a los ambones (especies de coros) de las basílicas romanas, como el de santa Sabina o el de san Clemente. Desde el púlpito, a través de unas nuevas cancelas y flanqueando el arco 15, se llega a la zona de la cabecera de la iglesia llamada Altar (o Ara) 16. El Altar marca la zona de la presidencia. El espacio «Altar» tiene en su centro la mesa del Señor, que es �arca de la alianza», altar del sacrificio y lugar de la oración y de la bendición 17. El Altar suele tener forma de «TAU» desde época, al menos, visigótica. Es un signo escatológico y con referencia a los mártires y al libro del Apocalipsis 18; esta forma creo est� en nuestra liturgia muy asociada a la importancia dada a la colocación de reliquias dentro de la basa del altar, o en un pozo bajo él 19. El Altar suele dejar sitio para que los presbíteros y diáconos se sienten a su alrededor formando coro 20. En ocasiones, en las iglesias episcopales como la de Rec�polis, este coro se asemeja al ábside de las basílicas romanas, con la cátedra episcopal en el centro y una banca corrida, a los dos lados, para los presbíteros. No obstante en la inmensa mayoría de las iglesias cuyos restos conservamos desde época romana a mozárabe los altares suelen estar pegados o muy próximos al muro del fondo de la iglesia. En algunos casos, como el del Altar de san Feliuet de Llobregat (Rubí, Barcelona), el altar toma la forma curva del ábside interior para ajustarse a él 21. Con todo esto hemos de concluir, con certeza casi absoluta, que nunca se celebrá la Misa Hispana según la modalidad romana posconciliar llamada generalmente �de cara al pueblo». Como en los Ritos Orientales el genio de nuestra liturgia cuadra más con una celebración �hacia el Oriente, hacia Dios». El Altar era cuidadosamente revestido y junto a Él se colocaban una Cruz y cirios o l�mparas. Durante el tiempo de Cuaresma las cortinas 22 del arco se corrían y los misterios quedaban ocultos a la vista de los hombres como ocurrió tras el pecado de Adán y hasta la muerte redentora de Cristo (Cf. Gn 3, 24 y Mt 3, 16 y par.). Los ornamentos de cada ministerio. «Cu�les eran los ornamentos sagrados de los diversos ministerios en nuestra antigua liturgia? El número 165 de los «Prænotanda» del actual Misal Hispano-Mozárabe indican tan sólo que en época visigótico-mozárabe los diáconos sólo vestían alba y estola. Una vez más la renovación del Rito se muestra excesivamente parca en detalles y no muy precisa. En el caso de los vestidos, como en el de la música, si hablamos, como es el caso, de una liturgia viva tenemos que aceptar una evolución. Una evolución vinculada al contexto cultural, que aquí es el de occidente. A grandes rasgos se puede decir que la evolución de los vestidos litúrgicos corre paralela entre nuestro Rito y el Romano 23, salvo ligeras variantes, que intentaremos poner en evidencia, que son más notorias en los momentos anteriores a la supresión del Rito (s. XI y ss.) y su reclusión toledana. El primer ornamento que se viste, y que ser� luego común a todos los ministerios es la tónica 24. En su origen la «tónica» es una camisa sin mangas que se empleaba como ropa interior. No se la puede considerar estrictamente ornamento por este carácter de prenda íntima y sumamente sencilla, que en las fuentes litúrgicas se usa siempre bajo otras prendas y que llega a identificarse con la primera de ellas, el alba 25, en este caso de identificación se entiende por tónica una prenda ya más rica y que algunos padres consideran impropia de los clérigos 26. El alba es una prenda con mangas y de tipo talar (al menos más larga que la tónica), su uso tarda en entrar en la cultura romana, que veía mal el uso de mangas por parte de los varones, y posee una connotación solemne y festiva. Para comprender lo que sería el alba primitiva hay que pensar que la llamada �dalmática» no era sino el alba típica de la región de Dalmacia, con mangas más amplias y ligeras aberturas laterales, en la zona inferior, para facilitar el caminar. Se trata pues de una prenda vistosa y rica, que, en principio, no aparece ceñida a la cintura. Además del alba, Diáconos, Presbíteros y Obispos visten el orarium 27. El Orario o humeral es una estola amplia y larga 28. El Diácono la recibe en su ordenación (LO ep 87) prendida sobre el hombro izquierdo y colgando suelta por delante y detrás. De ser un paño para el servicio pasa a ser el elemento distintivo de un orden y tiende a embellecerse. El Concilio IV de Toledo (c. XL) manda que se utilice una única estola (no una bajo el alba y otra sobre ella) y que esta sea siempre blanca y sin adornos de oro. Alba preciosa y estola blanca fueron los primitivos ornamentos diaconales. Los presbíteros vestirán también el humeral (estola), pero no colgando del hombro izquierdo sino sobre los dos hombros y cruzada sobre el pecho. Puede que el origen de la estola presbiteral sea un sudario que envolvía el cuello y protegía del sudor la vestidura superior del sacerdote, la casulla. La casulla 29 es la vestidura sacerdotal de Presbíteros y de Obispos. Se trata de un manto festivo amplio que cubre por completo al ministro revestido así de la autoridad de Cristo Sacerdote. Numerosas miniaturas mozárabes presentan las amplias casullas de la época, típicas de todo el Occidente cristiano, en aquellos tiempos 30. Cuando el Liber Ordinum habla de las exequias episcopales nos ofrece la enumeración de las vestiduras corrientes de cada orden añadiendo las espec�ficas del Obispo 31. A la tónica, a la que aquí se añaden unos pantalones llamados femoralia y unos zapatos altos denominados pedules, sigue el alba y la estola, que pende del cuello, y, cubriéndolo todo la casulla. En el caso del Obispo el Liber Ordinum añade la referencia a los elementos típicos del orden: capello et sudario. Dicho capello, de tipo frigio, cínico, pensamos ha de identificarse con la mitra 32 y lo observamos en no pocas miniaturas de la época. El sudario es una cinta de tela con la que se ciñe la mitra a la cabeza dejando pender dos bandas del lienzo por detrás de la cabeza, un posible origen de la ínfulas de mitras más modernas y del adorno, en forma de franja decorada o corona, de las mismas. El Obispo 33 además de estas vestiduras portaba dos insignias propias que se le entregaban el día de su ordenación (la mitra no era especialmente entregada): el anillo 34, símbolo de sus desposorios espirituales con su Iglesia, y el báculo 35 emblema de su ministerio de gobierno y vigilancia pastorales. Poco más se puede decir de los ornamentos litúrgicos 36 que ulteriormente fueron evolucionando como en el resto de occidente y desde el siglo XI se adecuarán cada vez más a las modas que en este tipo de ropas se ha venido imponiendo sucesivamente. Siguiendo nuestro recorrido por todo lo que se ha de preparar para la celebración litúrgica, singularmente para la Eucaristía, dedicaremos ahora unas líneas a los vasos y enseres litúrgicos. Los vasos y enseres litúrgicos. Como ocurre en los demás ritos cristianos para la liturgia Hispano-Mozárabe la Eucaristía es el centro del culto y ésta se presenta bajo la forma de un banquete sagrado que tiene su origen en la última cena de Jesucristo con sus discípulos (Mt 26, 26-29 y par.) y en la que el manjar no es otro que el mismo Cristo, bajo las humildes apariencias del pan 37 y del vino (mezclado con un poco de agua 38). Esto determina los enseres litúrgicos propios de este Banquete en todas las familias litúrgicas cristianas: el cáliz (calix, poterion), al que acompaían jarritas para el vino y el agua y en ocasiones cucharillas para distribuirlo en comunión; la patena (pétera), plato grande, que cuando ha de recoger gran cantidad de pan eucarístico se convierte en p�xide (copén) 39. Trataremos ahora algo de cada uno de estos vasos sagrados en nuestra liturgia Hispana. Las patenas más antiguas que conocemos en la Pen�nsula, como la de Baelo (Bolonia, Cádiz), de procedencia africana y conservada en el Museo Arqueológico Nacional (Madrid) 40 son semejantes a otras antiguas patenas cristianas de la misma época (s.V) encontradas en otras partes del mundo, hechas en materiales frágiles y decoradas con temas de tipología eucarística o referencias martiriales. Pronto estos amplios platos litúrgicos van siendo confeccionados en metales, para darles más durabilidad, así la patena de bronce visigoda (ss.VI-VII) hallada en la provincia de Valladolid y conservada en el Museo Arqueológico Nacional 41, más sencilla pero semejante a las de Riha o St�ma 42. Tales patenas no servían sólo para contener la forma (porción de pan o panecillo ácimo) sacerdotal, sino la gran oblata (pan ofrecido) de la que comulgarían todos. La patena se empleaba por ello también para dar la comunión a los fieles. Por ello no nos tiene que extrañar el descubrir en el Museo Arqueológico Nacional una buena colección de patenas visigodas con mango (a modo de nuestras sartenes); la finalidad de este mango era facilitar al sacerdote la distribución de la comunión a los fieles 43. Por lo que se refiere a los cálices podemos suponer una evolución semejante, de materiales más frágiles a otros más duraderos y nobles. Igualmente observamos la esencial vecindad de formas y ornamentación con otros cálices de época semejante de otros lugares del mundo cristiano. Parece que cálices pequeños, como el del �tesoro de Traprain Law (Escocia siglo IV), no abundaron en Hispania, por el contrario hasta la supresión del Rito Hispano-Mozárabe (s. XI) encontramos cálices de gran copa, semejantes al famoso cáliz de Antioquía (Museo metropolitano de Nueva York, siglo VI). Este uso de grandes cálices llamados �de concelebración» se prolonga en España hasta el siglo XIII, conocido es el llamado de «doña Urraca» de la Catedral de Toledo. Estos grandes cálices pueden observarse en numerosas miniaturas 44 mozárabes. La preferencia por este tipo de cálices se ve fácilmente explicada por la tradición hispana, conservada por los mozárabes de dar la comunión siempre bajo las dos especies (pan y vino) a todos los fieles y la del vino bebiendo del cáliz. Cabe suponer, por algún indicio de época mozárabe que en cada Misa se empleaba una considerable cantidad de vino 45. Junto al cáliz y la patena no pueden faltar las jarritas de uso litúrgico llamadas vinajeras, para contener el vino y el agua para la celebración, que luego se verterán en el cáliz. Son numerosos los testimonios de este tipo de recipientes, como los encontrados en Bovalar (Lérida), de época visigoda y pertenecientes a la basílica allá estudiada por el profesor Palol 46. A una mayor distancia est�n los incensarios, pebeteros suspendidos de unas cortas cadenas en los que se queman resinas aromáticas (incienso) que se emplean para expresar la adoración a Dios (al quemarse emana perfume) y la actitud del orante que quiere elevarse hasta Dios (como sube al cielo el humo del incienso) 47. Los actuales incensarios empleados en el rito romano poseen largas cadenas y esto habla de un modo particular de emplear el incensario. Nuestros antiguos incensarios, sean de época hispana, visigótica o mozárabe poseen cadenas cortas que apuntan a un modo diverso de realizar la incensación más próximo al que aún hoy emplean las liturgias orientales, en el que se balancea y lanza todo el incensario con una sola mano. Estos modelos de incensarios, semejantes al antiguo llamado de «Siracusa» pero con tapa, los encontramos en excavaciones arqueológicas, como la de la Basílica de Bovalar (Lérida) 49 o en, miniaturas mozárabes 50. También ocupaban una importante función litúrgica las cruces 51. Se trata de cruces preciosas de metal, labradas y engarzadas con piedras preciosas o semipreciosas, que se colocan sobre un mástil de metal o de madera para llevarlas procesionalmente o a modo de báculo 52 . Tales cruces se asemejan a las más conocidas hechas para ser suspendidas sobre los altares o las tumbas como la del llamado «tesoro de Guarrazar» (Toledo) hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid 53, muy semejantes a las antiguas cruces de la Roma cristiana (como las del emperador Justino) y a las del posterior arte asturiano (como la famosa �de los «ngeles» de Oviedo). No pudieron faltar como enseres litúrgicos complementarios otros como aguamaniles, jarras para los íleos perfumados, coronas, l�mparas de muy diverso tipo, arcas relicario, cortinas y multitud de pequeños objetos que embellecían un solemne culto. Una mirada por cualquier miniatura mozárabe de contenido litúrgico nos permite observar todos estos objetos y su colocación en torno al altar. Los famosos «tesoros» visigóticos también nos ofrecen muestras de hasta qué punto eran cuidados estos enseres preciosos. Una mención espec�fica merece el llamado operimento o «vestido» con el que normalmente se cubre el evangeliario. Un paño precioso con el que se sujeta y cubre el libro de los evangelios 54. Este paño se colocaba sobre los hombros del diácono o presbítero y con Él se sujetaba y cubría por completo el libro en señal de respeto y veneración, como se hace con la Eucaristía y el paño de hombros en el rito romano o con la estola diaconal sobre el evangeliario en la liturgia bizantina. Finalmente, dentro de este apartado de «vasos y enseres litúrgicos» queremos incluir los manteles o vestidos de altar. Alguna rúbrica del Antifonario de León parece apuntar a que estos manteles que cubrían el altar eran tres, no todos blancos como nuestros actuales manteles litúrgicos, sino, al menos uno de ellos, de telas preciosas, a modo de vestidura festiva como parecen sugerir algunas miniaturas mozárabes 55. Lo que también parecen atestiguar dichas miniaturas de modo universal es que fuera de la celebración el altar permanecía desnudo, privado de dichos manteles 56. Cerramos así este apartado y con Él todo lo que, podríamos decir, precede a la celebración para entrar ahora propiamente en ella. 2. LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA 57. Comenzamos la celebración con la procesión de entrada que desde el «secretarium» (sacristia) atraviesa el crucero y la zona del «coro del ambón» para llegar así a las cancelas del «altar». Esta procesión puede ir precedida por el ministro con el incensario, la cruz de plata, y los ciriales o velas (entre dos y doce) 58. Todo apunta, siguiendo la antigua tradición cristiana para la Misa solemne 59, a que los ministros, tras deponer en sus lugares respectivos los diversos objetos litúrgicos, se sitían en sus respectivos puestos en el «coro del Ambón», incluidos los diáconos 60. Mientras los presbíteros y el Obispo oran inclinados ante el altar 61. En los días considerados «festivos» (tiempo pascual, domingos -salvo los de Cuaresma- conmemoraciones, fiestas y solemnidades) toda esta procesión hasta el altar va acompañada del canto del «Prælegendum» (canto de entrada) 62. Tras la recitación de la «secreta» (Me acerco a tu altar...) u otra oración semejante 63 el Preste besa el altar y se retira a la sede 64. Sólo el que preside besa el altar y no se hace en este momento incensación del mismo. El los días festivos se entona el gloria y en algunas solemnidades (según rúbricas) se le añade el trisagio 65 siguiendo luego, a modo de embolismo, la «oratio post gloriam» 66. El himno «gloria» se canta, así como el trisagio, estando todos de pie y con las manos juntas, como en todas las liturgias suelen cantarse o recitarse los himnos. El saludo «el Señor esté siempre con vosotros» introduce en la proclamación de las lecturas 67. El sacerdote abre y cierra los brazos al realizar esta salutación, lo cual es común a muchas otras liturgias cristianas. Este saludo es el inicio común de la celebración en todas las celebraciones en las que no hay ni «prælegendum» ni «gloria». Las lecturas, salvo el evangelio, son escuchadas por la asamblea sentada. El anuncio del título de cada lectura se recibe con un ídemos gracias a Dios» de todos y el final de la misma con un «amén». Ambas aclamaciones expresan el amor y la docilidad con que se ha de recibir la Palabra de Dios. La primera lectura se suele llamar «prophetia», por ser tomada de las profecías del Antiguo Testamento por lo general 68. En Cuaresma esta lectura viene sustituida por dos lecturas, la primera de los libros sapienciales, la segunda de los histéricos. Tras la «prophetia» o la lectura �histórica» el coro canta (a modo de interleccional) el canto llamado «psallendum» y los miércoles y viernes de Cuaresma (días especialmente penitenciales) se sustituye el «psallendum» por unos cantos dramáticos y penitenciales llamados «threnni» 69 .En las fiestas más solemnes de los mártires, tras el «psallendum» se puede leer la conclusión de la pasión del santo a la que seguiría el canto de las «benedictiones», tomadas del cántico de Daniel 70. Esta costumbre, retornada por el actual Misal, parece que pudo ser la inicial, pero las fuentes indican que en algún momento se cantaron las «benedictiones» en otras fiestas y en los domingos, no sólo en las de los mártires, y que se cantaban antes del psallendum (y tal vez de la primera lectura) y no después 71. Sigue la lectura llamada «apostolus» 72 por estar tomada de los escritos apostólicos del Nuevo Testamento. Y, finalmente, se llega a la proclamación del «evangelio». En la Misa solemne los diáconos precedidos de la cruz de oro y con velas encendidas acuden al altar a recoger el libro de los evangelios que dejaron allá al inicio de la celebración 73, tomíndolo y cubriéndolo con un velo precioso del que hemos hablado más arriba. Desde el altar se dirigen solemnemente al ambón 74. No nos consta el uso del incienso en este momento pero los paralelos con otras liturgias antiguas y su presencia en la celebración llevan a que el actual �ordo missæ prevea su empleo en este momento 75. El evangelio viene precedido de una mutua salutación entre el lector y el pueblo 76, enunciada la perícopa que se va a proclamar todos responden «gloria a ti Señor», insistiendo en que se recibe esta palabra como venida del mismo Cristo en la persona de sus ministros. Al final de la proclamación, como en las otras lecturas, todos aclaman «amén». Esta estructuración de la Liturgia de la Palabra se fue perfilando poco a poco a partir de la fusión de tradiciones diversas o del predominio final de unas sobre otras 77. Tras las lecturas, si procede, se tiene la homilía. Esta primera parte de la celebración de la Santa Misa culmina con una solemne y festiva acción de gracias a Dios, los llamados «laudes» (aleluya con versículo), que en tiempo cuaresmal reviste una forma más sencilla (sin aleluya, el sólo versículo) 78. La liturgia eucarística comienza, como en toda la tradición cristiana con el rito de llevar las ofrendas de pan, vino y agua al altar 79, y no otras ofrendas 80. Este rito pueden realizarlo los fieles aunque generalmente lo realizan los ministros (acólitos, antiguamente los subdiáconos) 81 desde el lugar donde se guardan los dones de los fieles previos a la celebración (diaconion - capilla de la izquierda mirando al altar) al altar o desde la mesa auxiliar (credencia) al altar. Esta procesión va acompañada por el canto del «sacrificium» por parte del coro 82. Tal procesión tanto por el tenor de los «sacrificium» de las solemnidades como por la estructuración arquitectónica de las iglesias (presencia de grandes cruceros, reales -planta de cruz-, o simulados -planta basilical cortada por arcos y cancelas-) debía ser similar a la del evangelio. Los ministros acuden a recoger las ofrendas y con incienso, cruz de oro y ciriales las llevan hasta el altar donde los diáconos las colocan sobre el mismo 83. Luego el Preste puede decir (inclinado ante el altar) la oración secreta «Mira con rostro complacido...» y, si es el caso, incensar ofrendas y altar 84 para terminar el rito lavándose las manos y regresando a la sede. En el caso de realizarse la incensación, al igual que si se inciensa el libro de los evangelios antes de su proclamación, esta incensación puede hacerse al modo romano o, más bien, al modo oriental o primitivo, tal y como lo sugieren los antiguos incensarios hispanos o las miniaturas mozárabes a las que hicimos alusión al tratar de dichos enseres litúrgicos. Tras presentar el pan, el vino y el agua, la Iglesia presenta su oración. Se trata de la antigua Oración Universal o de los fieles, que aquí adopta la antiquísima forma de los dípticos (dos series de súplicas e intercesiones diaconales, a las que el pueblo responde, ligadas por una oración presidencial y con una monición introductoria y una fórmula presidencial conclusiva), son las llamadas por el Misal «intercesiones solemnes» 85. Comienzan estas «intercesiones» con la «oratio admonitionis» (primera fórmula variable de la antigua Misa Hispana), conocida también como «missæ» por ser la fórmula inicial en los formularios de Misa de los antiguos manuscritos hispanos. Esta oración es más bien una monición animando en el pueblo las actitudes para la oración (admonitionis) 86. Por ello que el sacerdote la ha de pronunciar con las manos juntas, conforme al género admonitorio y no con las manos extendidas, como es propio del género eucológico. A su vez el pueblo escucha esta exhortación sentado 87. Una doble conclusión, con dos respuestas «amén» de la asamblea caracterizan el final de esta fórmula y el de la mayoría de las oraciones hispanas (salvo el embolismo al Padre Nuestro). Un primer amén, al terminar la recitación de la fórmula, un segundo tras la «doxología» con que el sacerdote culmina la fórmula. No tenemos datos claros sobre los gestos que acompaían las conclusiones de las oraciones hispanas pero podemos hallar una pista en el «Guión de la Misa Mozárabe» de 1940 88 donde el sacerdote abre y cierra las manos sobre el pecho mientras dice: «Per misericordiam tuam Deus noster...» (p. 13). Las súplicas comienzan propiamente con el solemne «oremos» del Preste al que los fieles responden poniéndose en pie para orar, como es típico entre los cristianos, y el coro proclamando con exultación el «hagios» 89. Sigue el diácono con el primer díptico pronunciado desde su sede enumerando, con las manos juntas sobre el pecho, las diversas intenciones de oración 90. El sacerdote (Preste o concelebrante -«Prænotanda» 166-) recita la llamada «alia» (otra oración) con las manos extendidas, conforme al género eucológico, y realizando en la conclusión lo mismo que en la «admonitionis» y en las demás oraciones de la Misa. De nuevo un diácono enumera las intenciones de oración y los intercesores de la segunda serie de los dípticos 91. Con la oración «post nómina» (tras los nombres de los santos) el sacerdote (Preste o concelebrante) da por concluida estas solemnes súplicas que en su día seguramente se realizaban tras el canto de «laudes» (aleluya) y que luego (influjo alejandrino) por su importancia se situaron junto a la Plegaria Eucarística. íntimamente unido a las «intercesiones solemnes» est� el «rito de la paz» que con toda probabilidad pasó, unido a ellas, del final de la liturgia de la Palabra al inicio de la liturgia eucarística. El sentido de este rito, tras la oración (y la presentación de dones) es garantizar su autenticidad haciendo profesión de amor, de caridad cristiana, Justino y Tertuliano llaman a este rito «sello de la oración» 92. Comienza con la oración «ad pacem» 93 sigue, con una solemne salutación al pueblo «La gracia de Dios...» (con las manos extendidas sobre el pueblo 94 y la respuesta de éste, para finalizar con la invitación diaconal 95 y el gesto de paz, según las costumbres locales 96, acompañado por el «cantus ad pacem» que entona el coro 97. De este modo se llega a la «Plegaria Eucarística» elemento central de la celebración 98. El Preste deja la sede y se acerca al altar, terminado totalmente el canto de la paz, y allá, inclinado y con las manos juntas sobre el altar, en señal de reverencia y adoración, 99 inicia el diálogo introductorio de la Plegaria diciendo: «Me acercar� al altar de Dios» 100. Tras la respuesta de la asamblea el diácono, con las manos juntas sobre el pecho, insta a la comunidad: «oídos atentos al Señor». Y tras la respuesta del pueblo prosigue el diálogo del Preste con la asamblea según las rúbricas y texto del Misal. Cuando el sacerdote escucha las respuestas de la asamblea deja reposar sus manos con las palmas extendidas sobre el altar. Y al decir «a Dios y a nuestro Señor,..» junta las manos y se inclina ligeramente hacia el altar, en actitud de reverencia y reconocimiento. á la «illatio», fórmula semejante al prefacio de la Misa romana, que el Preste recita o canta con las manos extendidas en actitud orante, típica de los cristiano 101. A continuación la asamblea al unísono canta el santo 102. Frente a las antífonas y responsorios que canta el coro, este canto, como el gloria, lo canta toda la comunidad. Sigue la Plegaria con la oración presidencial llamada «post sanctus» 103 que suele terminar con una frase que nos presenta directamente a Jesucristo y permite la conexión directa con el «relato de la institución» 104 La tradición hispana sigue para la «consagración» las palabras tradicionales que san Pablo presenta en Primera Corintios (1 Cor 11, 23s.). Como otras liturgias católicas su fórmula sacramental legitimada por la Escritura y la Tradición y reconocida y aprobada por la autoridad pontificia no coincide, no obstante, con la fórmula sacramental del rito romano. Nada obsta teológicamente ni pastoralmente para que esto sea así. Sin embargo, durante siglos, los misales mozárabes conservaron esta venerable fórmula pero hubieron de emplear, por motivos disciplinarios, la fórmula antigua de Roma 105. Como ocurre en varias liturgias orientales tanto a la consagración del pan como a la del vino sigue un «amén» de la asamblea. A estas aclamaciones con «amén» sigue otra de contenido anamn�tico «cuantas veces com�is...» que ha de ser pronunciada o cantada por el Preste y contestada por la asamblea con este tono de aclamación gozosa y admirativa ante el misterio eucarístico. El nuevo �ordo Missæ (1988) no ha dejado ningún signo de adoración en torno a la consagración, la asamblea permanece de pie, el sacerdote no hace ninguna genuflexión, no obstante, creo que el contexto pide que una inclinación profunda, al menos, siga a la consagración de cada especie y acompañe gestualmente al amén. La oración «post pridie», muchas veces con un fortísimo tono epicl�tico (invocación del Espíritu Santo en ocasiones con claro carácter consecratorio). La doxología final de esta fórmula no lo es sólo de ella sino que hace la función de doxología final de toda la Plegaria, de aquí el tono especialmente solemne que ha de revestir tanto ella como el «amén» que la sirve de respuesta 106. Al abrir y cerrar las manos de las doxologías de otras oraciones se añade aquí el poner la mano izquierda sobre el altar mientras con la derecha se traza la señal de la cruz sobre las sagradas especies. Termina la Liturgia Eucarística con los «ritos de comunión». Tras deliberaciones difáciles (discrepancia entre la tradición A y la B, «Prænotanda» nn. 117-123) la actual ordenación de la Misa hispana hace comenzar estos ritos de comunión eucarística con la recitación diaria del credo 107 o símbolo de la fe. Una misma fe para poder comulgar una misma Eucaristía. En principio, como indica la rúbrica, por su naturaleza el símbolo es para ser recitado por «todos», es decir al unísono, mejor que a dos coros, para expresar el común asentimiento a todas las principales verdades de la fe. Y esto, claro est�, estando todos en pie. Seguirá el rito de la fracción del pan. El coro entona el canto «ad confractionem» (que posee sólo un pequeño repertorio) 108 mientras el celebrante realiza el signo ostensible de la fracción del pan. Con toda probabilidad, en los inicios un único pan había de ser partido para la comunión de todos. Más tarde se trocea tan sólo, con fin mistagógico, la forma de la que comulgar� el sacerdote 109. Resulta muy apropiado al rito el hecho de partir en este momento grandes formas para la comunión de los fieles, al menos de una buena parte de ellos, y dejar la última forma, de la que comulgarán sacerdotes y/o ministros del altar, para dividirla en los actuales nueve trozos que se colocan en forma de cruz recordando los principales misterios de la vida del Salvador 110. Tras el rito de la fracción sigue la solemne recitación o canto del Padre Nuestro. Esta comienza con un solemne «oremos» (el segundo de la Misa, el primero fue al inicio de la Oración Universal o Dípticos) 111 que el Preste pronuncia con las manos juntas sobre el pecho. Luego recita la fórmula introductoria al Padre Nuestro 112. Esta fórmula puede ser una oración propiamente dicha (cuando se dirige a Dios) o una monición, que es lo más propio (cuando se orienta a los fieles). El Preste ha de tener esto presente porque según se trate de un caso u otro tendr� que proclamarla con las manos extendidas (oración) o con la manos juntas (monición). El rito sigue con su elemento central la recitación o canto por el Preste del Padre Nuestro con la aclamación de asentimiento y recepción «amén» por parte del pueblo, tras cada una de las frases sacerdotales de la oración del Señor. La actual división es muy discutible. Presenta ocho frases y ocho amenes frente a la insistencia, de toda la tradición sobre el número siete (y su valor simbólico) 113. Termina el rito con un embolismo al Padre Nuestro que parece más moderno que otras fórmulas hispanas y que frente a la doble conclusión de las plegarias normales de este rito presenta una única conclusión, un único «amén» 114. Tras el rito del Padre Nuestro, como invitación solemne a la misma y a su santa recepción, se sitía el «sancta sanctis» (lo santo para los santos), de exquisito sabor oriental. El sacerdote elevando un poco patena y cáliz descubierto y mostrándolos al pueblo dice o canta esta invocación 115. Prosigue el camino hacia la comunión eucarística con el rito de la «inmixtio», el Preste deja caer en el cáliz la partícula «regnum» (reino) de la fracción mientras recita en voz baja la oración «Y la conjunción del Cuerpo y la Sangre...» 116. El sentido de este rito no es fácil de precisar, puede tener un origen en una forma de distribuir la comunión bajo las dos especies al modo bizantino (con cuchara) o, y lo creo más probable, influencias de interpretaciones alegorizantes que asociaban la inmixtio (unión del cuerpo y la sangre) a la representación de la resurrección y su valor soteriológico (esto parece insinuar la oración que acompaía al rito) 117. Para disponer los ánimos a la hora de participar en el banquete eucarístico la liturgia hispano-mozárabe, como lo hacían también las antiguas liturgias de las Galias 118 adelanta la bendición sobre el pueblo 119 al momento de la comunión eucarística. La bendición viene precedida por una monición diaconal realizada con las manos juntas sobre el pecho y a la que sigue por parte de todos, menos del Preste, el gesto de inclinarse profundamente, conforme a la dicha exhortación diaconal: «inclinaos para recibir la bendición» 120. Sigue la salutación del Preste que abre y cierra las manos sobre su pecho mientras dice, «el Señor est� siempre...», a lo que el pueblo responde del modo acostumbrado. Tras este saludo el Preste, conforme a la rúbrica, extiende los brazos sobre el pueblo y pronuncia la bendición. Dicha bendición suele constar de tres miembros, tras cada uno de los cuales la asamblea responde «amén». El Preste termina juntando las manos sobre su pecho e inclinándose ligeramente, como en la conclusión de las demás oraciones, pronuncia la fórmula final de la bendición de tipo doxológico. De este modo se llega ya al momento fundamental de la participación eucarística, la Comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor. Los sacerdotes, con las manos juntas sobre el pecho, pueden disponerse a comulgar con la secreta. «La comunión de este sacramento ...» 121 , otras fórmulas semejantes o unos instantes de silencio. En este momento el coro comienza a cantar el «ad accedentes» tomado generalmente del salmo 33 122 . La Comunión se realiza ordinariamente bajo las dos especies, recibiendo una partícula fruto de la fracción y bebiendo del cáliz. No obstante, de modo excepcional, ante un gran número de comulgantes se puede dar la comunión por intinción, sólo en caso de una concentración masiva sería legitimo, según la tradición hispana, ofrecer la comunión sólo bajo la especie de pan consagrado. Primero comulga el Preste 123, luego van comulgando en el altar los concelebrantes, si los hay. Junto al altar o delante del mismo, el Preste dar� la comunión a los diáconos y a los demás ministros del altar. Luego el Preste, los diáconos y los ministros necesarios según el número de fieles, distribuirán la Eucaristía bajo las dos especies a los fieles ante las gradas del coro del ambón o al inicio de la nave 124 diciendo las palabras rituales que los fieles escuchan en silencio, sin responder «amén», su amén es comulgar 125. De darse excepcionalmente la comunión por inmixtión los ministros que distribuyen el Sacramento dir�n: «El Cuerpo de Cristo sea tu salvación y la Sangre de Cristo permanezca contigo como verdadera redenci�n� (se podría considerar una forma más breve, como: «El Cuerpo y la Sangre de Cristo sean tu salvación»).Cuando la comunión se prolonga mucho más de lo que dura el «ad accedentes se puede recomenzar éste dejando el verso �gloria y honor ...» para el momento en que se termine de cantar. También es posible añadir un oportuno canto eucarístico (como el «Tantum ergo» que posee una melodía mozárabe).La liturgia eucarística termina con un breve canto de acción de gracias y de alabanza que por lo general (salvo Cuaresma) es de carácter aleluy�tico. Con esta antífona culmina la segunda parte de la Misa, al igual que con la aclamación llamada «laudes» terminaba la primera parte, la liturgia de la Palabra. La antífona «post communionem» se canta una vez terminada la distribución de la sagrada comunión 126 conviene que no se confunda o fusione totalmente con el canto de comunión. Es bueno que venga precedida por unos instantes de silencio. La asamblea, que permanecía en pie durante la comunión se puede sentar en ese tiempo de silencio y se levanta de nuevo cuando el coro entona esta antífona. Más tarde, a esta antífona se unió una oración conclusiva, inspirada en las de la Liturgia de las Horas, que se llama «completuria», puede tomarse de un elenco que ofrece el Misal a no ser que el formulario de Misa tenga asignada una como propia 127. Tal oración final de la Misa se pronuncia acompañada de los mismos gestos y con la misma doble conclusión y amén que las demás piezas de la eucología variable de la Misa hispano-mozárabe. Tras la completuria vienen los ritos de conclusión de toda la celebración 128 el saludo del Preste «el Señor esté siempre...», con la respuesta de la asamblea, y la invitación diaconal, «nuestra celebración ha terminado...» a la que responde la asamblea: ídemos gracias a Dios».En este momento el Preste besa el altar y tras hacer la debida reverencia al mismo con todos los ministros, cada uno desde su lugar, se retiran procesionalmente hacia el «sacrario» por el mismo orden que en la entrada y llevando los mismos objetos 129. Posibles añadidos devocionales. En algunas ocasiones, especialmente en fiestas marianas, se podría cantar la «Salve Regina» tras el saludo sacerdotal «el Señor está siempre...» y la respuesta del pueblo, estando todos en pie (y si es oportuno vueltos hacia una imagen de la Virgen santísima). Tras este canto se podrían recitar los versillos:
R/. Libera nos, Domine.
V/. Ora pro nobis, Sancta Dei Genitrix. Seguiría la oración «Concede nos famulos tuos...» 130 o bien la que aquí propongo extraída de la completuria del común de Santa Maria (Misal II, p. 658):
Tras esta oración el sacerdote trazaría la cruz sobre el altar diciendo: «In Unitate + Sancti Spiritus». Y, tras mirar a la cruz diría �benedicat vos» y con la izquierda sobre el altar bendeciría al pueblo trazando en el aire la señal de la cruz con la diestra, mientras dice «Pater + et Filius». Seguiría la despedida de la asamblea por parte del diacono, del modo acostumbrado. Este rito de bendición final no pertenece al actual Ordo Missæ hispano-mozárabe pero en ocasiones y de modo devocional creemos puede ser añadido, como hemos dicho, con la «Salve», a la santa Misa, conservando una tradición plurisecular aunque no primitiva u originaria. Queda aún mucho por investigar y por reflexionar desde la teología litúrgica y la pastoral sobre el modo de celebrar el rito hispano-mozárabe. Esperamos que este trabajo ayude a avanzar en este camino que, necesariamente, no se verá privado de discusiones y confrontación de pareceres diversos. Sobre los datos de las fuentes y teniendo presente la historia viva del Rito, se podr� llegar a conclusiones v�lidas y beneficiosas. Una liturgia no est� completa sin su revestimiento, su �puesta en escena, que no es mera materialidad, es expresión de fe y un modo peculiar de percibir y penetrar el misterio. El Misal Hispano-Mozárabe precisa un áceremonial�, damos aquí un paso hacia Él desde los criterios universales de la liturgia católica y desde el estudio de algunas fuentes propias del Rito y de su contexto religioso y cultural. NOTAS 1.
J. M. FERRER, ¿Cómo celebrar la Misa en Rito Hispano-Mozárabe?, Pastoral
Litúrgica 207-208 (1992) 50-64. |